CUATRO GOTAS
El sargento Bueno regresaba a casa
luego de una dura jornada de trabajo en el puesto de control, porque los días
que caían una o dos gotas, ya se sabe, como no estamos acostumbrados al agua,
enseguida se atascan los usillos, se desprenden ramas que no tendrían porque
desprenderse y dejan de funcionar algunos semáforos en el momento más
inoportuno. Un caos, como diría el cabo Benítez, que para eso de las
definiciones se las pintaba como nadie. La señora del sargento Bueno oía el
relato de su esposo con un ojo en sus explicaciones, para que no dijese que
nunca le echaba cuenta, y otro en la perola del arroz, que como le diese por
pegarse si que la teníamos ya formada, porque el sargento pasaba por cualquier
cosa, menos por comer su plato favorito con olor a quemado o pasado de cochura.
La verdad es que en la televisión se habían colado con tanto meter miedo con la
velocidad del viento, y que no se cogiera la bicicleta a menos que fuese
imprescindible, o incluso que la gente se quedase en sus casas. ¡Pero si
estamos en el sur!, y aquí las cosas son siempre diferentes, los huracanes
terminan convirtiéndose en ligera brisa, si es que alguna vez llegan por aquí.
¿Qué han conseguido? Colapsar los transportes públicos que ya no están
preparados para tanta avalancha de gente, porque a trabajar habrá que ir
—decía él—, que los niños no vayan al cole soluciona más bien poco, al
contrario ponen más nerviosos a los padres que se encuentran en una situación
de desamparo doméstico: a ver a quien le toca sacrificarse y quedarse en casa
cuidando a los niños, en cuanto nos rompen la rutina diaria por una situación
inesperada ya no damos pies con bola. Total que se sale a la calle y se
multiplican los problemas de tráfico, porque ya nos parece que no vamos a
llegar a ningún sitio. Además hoy tendrá también que acudir por la tarde al
puesto de control, porque no se fía demasiado del personal de turno, y como no
esté presente le pueden liar una que para qué queremos más. Corresponde comida
ligera, siestecita rápida y pare usted de contar; lo del himeneo puede esperar
a otro momento a pesar de que hoy tocaba, y luego la parienta se pone que se
sube por las paredes, pero la obligación está por encima de todas las cosas que
para eso lo juró él con la mano en la Constitución y el rabillo del ojo puesto en su
Benita, que como ella habrá pocas en como aguanta y sobrelleva los
inconvenientes del servicio. Uniforme nuevo, impermeable para los grandes
aguaceros y muchas dosis de paciencia para que no se le nuble la vista a la
hora de tomar decisiones. Por lo que a él concierne no quedará en mal lugar el
sistema de movilidad de la ciudad que lo vio nacer, ni perdería ni un solo
punto en el balance trimestral de funcionamiento de las grandes ciudades
habitables y libres de humo (GCHLH). Delante del panel central del puesto de
control, se convertía en un superhéroe que cada diez minutos sacaba de una
situación desesperada a alguien, o dejaba expedita una vía que parpadeaba en
rojo (señal de atasco), iluminando toda la estancia:
—¿Qué pasa con la V9, Fernández, que hace un rato
que la estoy viendo con poco movimiento?
—Nada, mi sargento, que en la
intersección con la V25
se ha producido un accidente que dificulta el tránsito.
—¿Nivel?
—4,67
—Pues meta bulla, Fernández, ya
tenía que estar solucionado.
—A la orden mi sargento.
No hacía mucho la situación era
bien distinta, el tráfico rodado se había apoderado de toda la ciudad y la
gente se desplazaba en coches particulares como la cosa más normal del mundo.
Se aparcaba en doble fila, encima de las aceras, en los pasos de cebra y
cualquier sitio, sin respetar a los peatones, cada vez había más concesionarios
de vehículos y marcas de coches nuevos, se batían récords de ventas como el que
bate huevos para hacer una tortilla. La situación era humanamente insostenible. Ni el centro de
la ciudad se respetaba, ni el casco histórico, ni los cinturones exteriores
podían con la carga de vehículos. Entonces si que era una situación caótica y
en extremo peligrosa. Los llamamientos de la OMS (Organización mundial de la salud), caían en
saco roto y los niveles de contaminación se superaban todos los días, siendo el
tráfico rodado el principal culpable de esta forma de vida tan denigrante. Por
fortuna, los términos se fueron invirtiendo, el asfalto fue dejando sitio a las
zonas verdes, a las sendas peatonales y del carril bici de antaño, pasamos al
carricoche —como es conocido popularmente el tramo de vía por el que circulan
los vehículos públicos y los privados con autorización especial—. El resto del
vial está destinado a la circulación de bicicletas, que disponen de modernos
intercambiadores donde se puede dejar el vehículo de dos ruedas para tomar el
tren y desplazarse a cualquier punto del área metropolitana. También se puede,
dado el caso, llevar el vehículo en el tren, pero siempre hay quien prefiere
dejarla porque en su punto de destino tiene enlaces fáciles, puede caminar o
incluso dispone de algún servicio de alquiler con el que completar su
recorrido. Las tiendas de coches tuvieron que reconvertirse y dedicarse a
vender bicicletas y complementos para el usuario, ofrecer rutas turísticas por
distintos puntos de la ciudad, y regalar bonos canjeables por viajes en tren
hasta la sierra más próxima. Las motos con escape o sin escape pasaron a la
historia, desaparecieron, hasta dejaron de promocionar las carreras de los
domingos, los grandes campeones cayeron en desgracia cuando estalló el gran
escándalo del timo televisivo. Los jóvenes perdieron la ilusión por emular a
sus ídolos, y no veían mal desplazarse de un lado a otro pedaleando.
Descubrieron que hasta se podía ligar moviéndose en bicicleta. Todos los
establecimientos colocaron en sus puertas atractivos aparcamientos para que
resultase más cómodo y seguro llegar, dejar el vehículo articulado ligero y
entrar en la tienda. Aquello de ciudad saludable, se hizo realidad. Pero al sargento
Bueno le había tocado la parte del melón menos dulce, por no decir la más
amarga, de esta nueva civilización y tenía que dar la cara delante de sus
muchachos, que pedían soluciones que a veces costaba trabajo conseguirlas.
Pasarse tantas horas en la calle procurando que el tráfico funcionase como es
debido, y nadie sacara los pies del plato, era poco menos que imposible en una
ciudad de más de un millón de habitantes, que se dice pronto. Los más ágiles,
resueltos y preparados cumplían esa ingrata tarea de poner orden allí donde
fuese menester, y sobre la marcha y coordinados por su abnegado jefe resolvían
todos los asuntos que tuvieran que ver con los inconvenientes del tránsito de
personas y vehículos, pero hay gente que van por la vida saltándose cuanta
norma se haya establecido y luego surgen los conflictos.
—Mi sargento, que aquí hay uno que
ha colocado el coche en mitad de la calle y dice que no lo mueve porque no le
da la gana.
—Pues muévalo usted, agente.
—Lo tiene bloqueado y como no venga
la grúa.
—Agente ¿Cómo se llama usted?
—Severiano Pérez, mi sargento.
—¿Qué número de placa tiene?
—Veinticinco mil diecisiete, mi
sargento.
—¡Ajá!. Ya lo tengo. Pues según su
expediente, que estoy viendo en pantalla, hace tres ,meses le ocurrió un caso
semejante en la Plaza
de San Andrés y que yo sepa no tuvo usted que recurrir a ningún superior para
resolverlo ¿Lo recuerda?
—¿En la Plaza San Andrés?.¡Ah!.
Ahora recuerdo, tiene usted razón, mi sargento.
—Pues no me entretenga que está la
tarde muy movidita, agente Pérez. ¡A su trabajo!
—A la orden, mi sargento.
El sargento Bueno se las pintaba
como nadie para conseguir que todo fuese una balsa de aceite en el diario
discurrir de la gente de la ciudad. Lejos quedaron aquellos tiempos en que se
pasaba todo el día trazando esquemas y dibujos de todos los accidentes que
ocurrían en la ciudad relacionados con el tráfico. Ahora la gente parecía como
más civilizada, se movía de un lugar a otro caminando como si lo hubiesen hecho
toda la vida, con pequeñas bolsas de compras, entrando y saliendo de los
tranvías con toda la normalidad del mundo. Otros se trasladaban en bicicleta
haciendo sonar su timbre de vez en cuando para evitar incidentes, y los menos
se empeñaban en seguir utilizando el vehículo privado para ir a todas partes,
en lugar de dejarlo en las zonas habilitadas para el intercambiador modal o en
la puerta de su casa que es donde mejor estaría. Surgían conflictos derivados
del estado nervioso, por no saber que hacer con el coche y entonces es cuando
tenían que intervenir los agentes de la policía municipal y en casos
extraordinarios hasta el mismo sargento. Pero peor estábamos antes —como
le decía Benita a su esposo—, que daba miedo salir a la calle y encontrarte con
una zanja y otra y una calle cortada por obras de acometidas y otra por
construcción, en la que el camión hormigonera no deja pasar ni al carrito de la
compra. Ahora por lo menos no están los coches y aunque siguen las zanjas, se
puede andar por ahí sin necesidad de dar rodeos para llegar hasta donde quieres.
El sargento Bueno en su casa era otro, y hacía
honor a su apellido ya que no se le escuchaba casi ni respirar; gran
aficionado a la pintura y la música clásica, en cuanto tenía oportunidad, se
enchufaba al pincel o al equipo de música para relajarse y encontrar ese punto
de satisfacción que proporciona la vida hogareña. Pocas veces había tenido que
abandonar sus aficiones o la tranquilidad de su casa para salir precipitado a
su puesto de trabajo, porque salvo en contadas ocasiones —como ésta del huracán—,
no hacía falta medidas excepcionales para que la ciudad fuese la de siempre, y
además estaban sus superiores que ya le avisarían en caso de necesidad, que
esto va por capas —como decía el cabo Benítez—, y entre más capas tiene la
cebolla más gorda se pone la nómina. Al sargento no le gustaba que le hablase
así, pero que iba a hacer, todos los días bregando con la misma persona, al
final se le coge cariño y ya no se tienen en cuenta los galones, ni la jura, ni
nada de esas tonterías que están muy bien de cara a los demás, pero que en la
intimidad del cuarto de control, se olvidan y se trata uno como a cualquier
otro compañero. Delante de los demás o ante la presencia de un superior había
que guardar las formas, pero cuando estaban los dos solos o casi solos, era
mejor tratarse con confianza para que todo rodase a pedir de boca y a él le
había tocado en suerte ese cabo, y que le iba a hacer si en lo suyo era muy
bueno, aunque luego tuviese esa boca incorregible. En alguna ocasión
coincidieron los dos de patrulla por la calle, en aquellas brigadas verdes que
se inventó la Jefatura
que no sabía muy bien de que iban: les proporcionaron una bicicleta todoterreno
con sus alforjas correspondientes y una porra colgando del sillín de fácil
acceso, para casos de una pronta intervención , aunque realmente lo suyo era
vigilar que todo estuviese en orden en lo referente al tráfico rodado, que no
hubiese problemas con el carricoche y que el personal se fuese acostumbrando a
que era mejor para todo el mundo, incluidos ellos mismos, dejar el vehículo
privado para mejor ocasión. Mucha gente los paraba y les contaba historias de
árboles que estaban en peligro de desprender alguna rama, otros que si fulanito
estaba regando con agua potable el jardín de su casa y alguno que otro – que
gente hay para todo -, que si ellos tenían algo que ver con los futbolistas de
Heliópolis. Lo dicho, que en su propaganda oficial no quedaron las cosas
claras. Pero Bueno y Benítez llegaron a convertirse con el paso del tiempo en
una patrulla agradable para la ciudadanía que respetaba su trabajo, porque
entendían que cumplían con su deber por el bien de la comunidad. Luego hubo
otras e incluso más de una, porque había que dar ejemplo, según la Jefatura, y no estaba
bien visto eso de utilizar el coche para todos los servicios y total para dos o
tres gotas que caían al año no se iba a desaprovechar la ocasión de practicar
con el ejemplo.
—Cari ¿No deberías coger el coche?
—Benita. ¿Cómo dices esas cosas?
Tengo que ser el primero en llegar en bicicleta a la Jefatura. ¿Qué te crees,
que esto es como antes que no se podía andar por las calles con tanto tráfico?
—No sé, me da siempre un vuelco el
corazón cada vez que te veo salir, me parece muy frágil la bici, que te puedes
caer, que te puedes resbalar, yo que sé.
—No te preocupes. Tengo dominio
sobre el vehículo que es lo importante, y además la calle es nuestra, lo
tenemos todo a nuestro favor para poder desplazarnos sin peligro añadido.
—No sé, pero a lo mejor me quedaría
más tranquila si te fueses en el metro o en el autobús.
—¡Ya! Pero sucede que de esta
manera mantengo mi forma; ten en cuenta que luego me llevo sentado el resto de
la mañana y el gimnasio cada vez lo piso menos, además también consigo
ahorrarme unos minutos que bien sabes, tanto me cuesta perder a primera hora de
la mañana.
—En fin ¿Qué quieres que te diga,
Cari? Me da miedo, a pesar de todo y de lo bien valorada que está la bici como
medio de transporte; a lo mejor es que como yo no la uso me da la impresión de
que te puedes ir al suelo de un momento a otro.
—Lo malo es no tener por donde
moverse, pero en el siglo que vivimos ya hemos superado etapas anteriores y
éste es el mejor sistema para moverse por la ciudad. Te lo digo yo que tengo ya
mis añitos de experiencia como usuario y como vigilante del orden.
Benita sufría, pero en el fondo era
consciente de que el riesgo era mínimo, porque era la forma habitual que tenía
la gente de desplazarse y la calle se veía alegre y llena de paz y quitando
algún que otro incidente, no se alteraba la vida de la ciudad por problemas
derivados del transporte, lo que pasa es que una esposa es una esposa y siempre
está pendiente de todos los detalles para que la vida en familia no se vea
alterada. El cabo Benítez le decía a su inmediato superior, que lo que le
pasaba a su mujer es que no tenía chiquillos que le estuviesen enredando todo
el día y claro, estaba que se le iba la olla con lo que tenía en casa. Ella se
desenvolvía a las mil maravillas por cualquier sitio, sin necesidad de utilizar
el coche, las compras las hacía siempre cerca de casa y para cualquier otra
cosa, tiraba del transporte público que para eso estaba, además como tenía
descuento especial por aquello de estar casada con quien estaba casada pues
mucho mejor, había que aprovechar las ofertas, que nunca se sabe si el día de
mañana se convierte en hojalata. Tiene carnet, que se lo sacó nada más cumplir
los dieciocho, pero la verdad es que luego no lo ha necesitado, porque incluso
cuando estuvo trabajando en la fábrica, le venía bien el suburbano y también
cuadró que podía volver con unos compañeros que la dejaban casi en la misma
puerta de su casa. Una suerte, según se mire, porque luego vino la época de la
transición de forma radical; ella dejó su trabajo para dedicarse a otras tareas
en su casa y al final el carnet de conducir pasó como algo anecdótico por su
vida. El aguacero se alejó y todo volvió a la normalidad. Al día siguiente la
calles volvieron a llenarse de bicicletas como era lo habitual y los cuatro de
siempre metiendo bulla por la lentitud del carricoche, el mal funcionamiento de
los servicios públicos y el derroche que hacía el ayuntamiento en levantar las
calles cuando no por un motivo por otro. La estampa de los niños entrando o
saliendo de los colegios ponía la nota colorista y la mejor señal de que todo
estaba bien. En Jefatura había pasado el momento crítico y se atendía al
servicio de una manera más relajada, con el cabo Gutiérrez tan dicharachero
como siempre y el Sargento Bueno pensando en su Benita y en que llegase pronto
el viernes, que le tocaba librar el fin de semana y tenía pensado coger todos
sus bártulos y desplazarse a la sierra próxima para hacer copias del natural
aprovechando la frescura de los campos luego de tanto tiempo sin que cayera una
gota de agua.
Los aguaceros tienen la extraña propiedad de hacer que todo vuelva a la normalidad.
ResponderEliminarAbrazos.
Hola Vero, me alegra mucho saber de ti. Ya ves las ganas que tengo de un buen aguacero que calme este sofoco en el que andamos metidos.- Un abrazo
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