LA
MONJA
El hombretón que hacía guardia junto a la puerta de la habitación tenía
claro que aquel preso no podría escapar, salvo que saltase por encima de sus
hombros. Por eso se permitía dar un par de cabezadas cada noche, a sabiendas de
su buena preparación física y psicológica para situaciones de este tipo. En el
pasillo hacía calor porque la calefacción estaba dos puntos por encima de lo
normal para que estuviese en la temperatura adecuada. Así que, relajado, se
había quitado parte de su uniforme reglamentario y aflojado un tanto el
cinturón del pantalón. Dentro de la habitación, el único paciente que la moraba
observaba con impaciencia su reloj de pulsera, esperando que las manecillas marcaran
la hora prevista para iniciar lo que tantas noches había soñado: escapar. Sabía
que su paso por el hospital era una oportunidad que no podía desaprovechar, y
bastantes magulladuras le había costado para conseguir una ocasión de escapar
como la que ahora se le presentaba. Las tres de la mañana era una hora difícil
de superar para quien no tenía otra cosa que hacer más que esperar a que pasen
las horas. Así que mientras aquel vigilante roncaba con placidez, el preso se
deslizaba de la cama, se quitaba los esparadrapos del brazo y se ataba el
pijama con fuerza a la cintura. Con sigilo, se aproximó a la terraza cuya
puerta de rejas se encontraba sin el cerrojo echado, y comprobó que en un
rincón, tras un macetón de geranios, se hallaba un bulto con ropas. Miró al
guardia, luego a su cama y por último cogió un extremo de aquel manojo de ropas
y lo ató fuertemente a la reja de la terraza. Ni se paró a comprobar la solidez
de aquella soga textil que debería dejarle con un pie en el suelo; se hallaba
en la tercera planta y desde allí no había forma humana de salir como no fuera
de la manera que él lo estaba intentando: nada donde agarrarse, nada por donde
deslizarse y, por supuesto, abajo le esperaba un acerado de losas cuadriculadas
que en cualquier momento podían, si no llevarle a la tumba, por lo menos
dejarlo baldado para el resto de sus días. Tenía miedo, pero no le tembló el
pulso a la hora de encabritarse en el borde de la terraza y enroscarse a la
soga como un naufrago a una tabla de salvación.
Se deslizó suavemente, calculando a cada instante cuándo sería el momento
oportuno de soltarse y tocar tierra firme. Como las zapatillas tenían suela de
goma, apenas se oyó ruido alguno y, en pocos minutos, se encaramó a la tapia
que separaba el recinto sanitario de la ansiada libertad. A esa hora, apenas
había tráfico en la avenida, por lo que, con toda la prisa que pudo, se pegó a
los soportales de los primeros bloques de pisos que encontró, para perderse
como una sombra fugaz tras unos contenedores de basura.
En la habitación, mientras tanto, todo parecía normal ―la almohada ocupaba
su espacio―, salvo el pequeño detalle de la soga atada a la reja y que el
guardia no vio la primera vez que se asomó a comprobar que todo marchaba según lo
previsto. En una segunda ocasión, tuvo necesidad de entrar al servicio y,
mientras se enjuagaba la cara, porque pensaba que ya había dormido demasiado,
se le vino a la mente alguna cosa rara que no le cuadraba del todo: consultó su
reloj, las cinco de la mañana y tanta tranquilidad. Allí pasaba algo; se
inquietó, tiró la toalla al suelo y clavó su mirada en la puerta de la terraza;
sus ojos se fundieron con aquel punto blanco que le hizo dar un brinco,
encendió todas las luces, se fue hacia el preso y se encontró con la almohada.
En ese momento se acordó de su padre y de su madre ―los del preso―, se cagó en
los calzoncillos y no gritó porque no le salía la voz del cuerpo.
En la terraza, recogió velozmente la soga con todos sus amarres, miró a
un lado y a otro para ver si el preso se encontraba desparramado por algún
sitio, husmeó en busca de rastros, pero ni por asomo; la habitación era lo
suficientemente pequeña como para que hubieran dudas, y allí no estaba. Cerró
la puerta luego de recoger su sillón y ponerse lo más decente que pudo, y bajó
hasta la parte trasera de las habitaciones para tratar de seguirle el rastro:
nada. No había dejado ni una mala huella. Con la cara blanca del susto y
pensando en lo que se le venía encima, retornó a su puesto sin atreverse a
preguntar a nadie ni a informar a sus superiores hasta estar convencido de que
no se trataba de una pesadilla.
Cuando volvía a la habitación, se encontró a un enfermero por el pasillo
que, al verle con aquella cara, le preguntó: «¿Le pasa algo?» «No, no es nada»,
contestó, pero a la par que se acercaba a la realidad iba preparando su
teléfono de contacto con la
Central para informar de lo sucedido. Media hora más tarde,
tres patrulleros de la policía iluminaban con sus destellos todos los
ventanales que daban a esa parte del hospital. El guardián informó al inspector
lo ocurrido con todo detalle, sin llegar a mencionar el asunto de los
ronquidos; como no había testigos, tampoco era como para preocuparse, pero, no
obstante, se quedó un tanto sorprendido cuando el inspector le mencionó a la
monja. «¿La monja, qué monja?» El personal de servicio de la noche fue pasando
por la mirada inquisidora del inspector que buscaba pistas mientras otros
compañeros se encargaban de escudriñar la habitación del preso. Todos los familiares
de los enfermos de esa ala fueron interrogados, así como algunos de los
enfermos que solían pasear por los pasillos. Una vez cumplimentados todos los
requisitos, el inspector y su séquito salieron del hospital, a la espera de que
llegasen los primeros resultados de las pesquisas. En el control de guardia hacían
el relevo del turno de noche con el primero de la mañana, y los comentarios
eran de todo tipo, tanto por la peculiaridad de la huida como por la certeza de
que algún día pasaría algo por el estilo. Muchos estaban de acuerdo en que no
tardarían en volver a echarle mano al preso y, por supuesto casi todos
coincidían en que aquel acontecimiento había que apuntárselo, una vez más, a la
monja que era la que siempre ponía la nota pintoresca dentro del tedio general
en el que se desenvolvía la vida en aquel centro sanitario.
La noticia no trascendió a los medios de comunicación, porque el reo en
cuestión no tenía en su haber más que pequeños delitos, que unidos al trapicheo
de estupefacientes y su bajo poder adquisitivo, le habían llevado repetidamente
a la cárcel. Como auguraban los sanitarios, fue detenido en menos de
veinticuatro horas, básicamente porque sus pautas de conducta eran de sobra
conocidas en la comisaría de su barrio. Su guardián ―el hombretón― estaba
pasando un mal momento y, luego de haber sido relevado de su misión, acompañaba
al inspector de un lado a otro porque había una instrucción abierta y aspectos
muy extraños que emborronaban su hoja de servicio. Pasando por alto el asunto
de los ronquidos, ¿por qué estaba abierta la reja? ¿De dónde habría salido
aquella soga textil? ¿Quién había ayudado a ese pobre desgraciado que no tenía
ni dónde guarecerse tras su huida? Demasiadas preguntas como para dejarlas
archivadas. Lo mejor era tragarse la sanción y dar por inevitable aquel borrón
en el expediente. El guardián pensó que actuaría por su cuenta y como
buenamente pudiese, pero aquello no quedaría así. Sus jefes lo apartaron del
servicio, le negaron acceso a cualquier información y dieron por zanjado el
asunto, puesto que el reo estaba otra vez entre rejas y el funcionario
debidamente castigado.
Sin su uniforme reglamentario, comenzó a indagar en el cotidiano devenir
de la vida hospitalaria sin que nadie le preguntase qué hacía por allí. A veces
se hacía pasar por familiar, otras por compañero, hasta que poco a poco llenó
un cuaderno de apuntes. Luego se las ingenió para acceder hasta el preso y
tratar de sacarle algo sobre la noche de su fuga, pero este no estaba por la
labor, decía no recordar nada y bastante tenía con sobrevivir como para ayudar
a un policía. Por amigos dentro del cuerpo, supo que las declaraciones del
preso tampoco eran como para tirar cohetes: llenas de contradicciones, no
aclaraban nada sobre aspectos fundamentales de su huida; la soga estaba allí,
la reja no sabía por qué estaba abierta y, por supuesto no conocía a nadie en
el hospital que le hubiese ayudado, salvo la monja, que según constaba en el
proceso de investigación, era un ser ficticio que tan solo moraba en la mente
de esa criatura. El guardián iba atando cabos y aquella monja se le estaba
haciendo ya demasiado familiar como para dejar de tenerla en cuenta; la había
mencionado el inspector antes de que declarase el preso, también escuchó mentarla
en alguna conversación perdida de los enfermeros y ahora la descubría de nuevo
como parte de la declaración del preso. ¿Quién era esa monja, si allí ya no
quedaba nada de la antigua comunidad religiosa que cuidaba a los enfermos? ¿O sí
quedaba?
Quedaba el ingenio del hombretón que puso sus cinco sentidos a trabajar. Cambió
parte de su fisonomía y se infiltró en las habitaciones, ganándose la confianza
de los enfermos como si de una familia más se tratase. Sabía que más pronto que
tarde terminaría apareciendo lo que para él ya era evidente. Unió su sanción
con las vacaciones oficiales e, incluso, consiguió una baja por depresión, y
durante todo ese tiempo no faltó ni una noche del hospital, hasta que la toca
de una monja se deslizó inesperadamente por el silencioso pasillo. Como un
resorte, se incorporó de su asiento, se asomó con todo sigilo a la puerta y
observó por donde merodeaba aquel misterioso ser. Entró en una de las
habitaciones, pero cerró tras de sí la puerta, con lo que el policía no llegó a
ver nada de lo que ocurría en su interior; alguien hablaba en voz baja, otro
roncaba y al sentir que se aproximaban a la puerta, corrió a refugiarse tras un
mostrador. No había dudas, allí estaba una monja, ¿sería ese su objetivo?
¿Quién era? Posteriores investigaciones le llevaron al principio: el recinto
hospitalario estuvo regido por una comunidad religiosa que pasó a depender de la Sanidad Pública,
hasta que se fueron todas las hermanas del centro, con lo que oficialmente allí
no trabajaba nadie como tal. Podría tratarse de un familiar. O de una ayudante
desinteresada. Pero, ¿y las reglas de la congregación?
Ya sabía que pista seguir…y la siguió. Y le llevó a descubrir que aquella
religiosa formaba parte del personal de servicio, por su forma de
desenvolverse, por los sitios donde entraba y salía y porque solo se la veía
durante determinadas horas. Ni quería preguntar más por ella para no levantar
sospechas; a partir de ese momento todo estaba en sus manos, dependía de él
mismo, tenía que pasar tan desapercibido que nadie debía sospechar la verdadera
intención de su presencia en el hospital. Siguió tras la toga de la monja,
esperando que esta le diese la siguiente pista, hasta que terminó por dársela
casi en sus propias narices: estaba solo
en la habitación en la que le correspondía ejercer de familiar de préstamo,
salió a fumar a la terraza y, de pronto, observó que alguien entraba en la
habitación y cerraba la puerta. Se agachó, miró por una pequeña fisura de la
persiana y… allí estaba. Era ella, la monja.
La religiosa se acercó al enfermo para comprobar que dormía y, a continuación,
se encaramó en una silla para manipular el aparato de televisión, desconectó el
cable que lo unía al monedero electrónico que hacía posible su funcionamiento
y, para asombro del policía, se llevó casi toda la recaudación luego de manipular
hábilmente el receptáculo de las monedas. Volvió a ponerlo todo como estaba y,
en pocos minutos, se hallaba de nuevo en el pasillo como si de un fantasma se
tratase. El hombretón la siguió y, al comprobar que se introducía en el control de las enfermeras, decidió
detener sus impulsos y esperar otro momento más adecuado para poner fin a
aquella pesadilla. Y no tardó en llegarle la ansiada oportunidad, puesto que a
la noche siguiente, la monja volvió a las andadas, solo que en esta ocasión y
sin que ella se diese cuenta de que era seguida por el policía que ya sabía cuáles
eran todas sus artimañas. Esperó a que saliera del control de enfermería, se
colase en una habitación, cerrase la puerta y le dio tiempo para que preparase
sus herramientas de trabajo; se acercó con sigilo a la puerta de la habitación,
pegó la oreja y con el más exquisito de los sigilos fue abriendo la hoja hasta
distinguir a la religiosa enfrascada en sus quehaceres nocturnos.
Cuando ya lo tenía todo claro, no lo dudó: abrió con energía la puerta y
al grito de ¡Alto policía! dejó a la monja pegada al receptáculo de las
monedas. No dejó ni que volviese la cara, se puso a su espalda, le sujetó las
manos y en un minuto la tenía reducida, arrodillada en el suelo y con las manos
esposadas por las muñecas, en su propia espalda. Le pidió que se incorporase
para darle la vuelta y poder ver su cara, pero no le dio tiempo de asombrarse
ante el rostro masculino de la supuesta monja, porque en ese mismo momento, en
la puerta de entrada a la habitación, se oyó otra voz que le resultaba de sobra
conocida al policía de amplios pectorales.
—¡Está bien Gutiérrez!¡Déjenos a nosotros!
Se trataba del inspector, su jefe, que ante la cara de susto del
hombretón, tuvo que realizar un esfuerzo y esbozar una sonrisa para evitar que
el subordinado pudiese saltarse alguna que otra norma y despertase a medio
hospital. A la mañana siguiente, a las diez en punto, en el despacho del
inspector-jefe, en la
Comisaría de Policía, se dieron las explicaciones
pertinentes:
«La supuesta monja no era tal, sino un enfermero que disfrazado de esa
guisa y que, aprovechando la broma del resto de sus compañeros, se dedicaba
desde hacía tiempo a aligerar de peso la caja de monedas de las televisiones de
las salas, hasta que un día, en una de las visitas que el preso fugado
realizaba al hospital, lo sorprendió en su celestial dedicación y para evitar
males mayores, no le quedó otro remedio que llegar a un acuerdo con él y
facilitarle su intento de fuga. El inspector, ante las denuncias de la firma
explotadora del negocio de la televisión por pago, se puso a trabajar. Tenía
sospechas, pero no había podido probar nada, le faltaba... le faltaba esa
persona adecuada, con la motivación suficiente para coger con las manos en la
caja al desdichado, que por unos pocos euros se estaba jugando su puesto de
trabajo. Conocía a Gutiérrez y sabía que no se iba a conformar con el cierre
del caso de la fuga del preso, por eso permitió que se le sancionara, para
herirle más su orgullo y, sobre todo, para vigilar al vigilante desde el mismo
momento en que se le comunicara la decisión tomada por la Jefatura. Alguien
como aquel hombretón infiltrado y herido, buscando entre las paredes de ese
hospital, era justo lo que necesitaba para descubrir qué había de cierto de esa
monja de la que hablaba el preso, y de paso dejar a cada cual en el lugar que
le correspondía.»