ALICIA PEÑA
Cada día a las ocho se abre
la puerta de entrada y la oficina huele a cerrado, y es que la fueron a hacer
precisamente en un pasillo abandonado, en la planta sótano. La dependencia del
neón se hace inexcusable, si se quiere leer los papeles correspondientes a la
jornada, o acertar con los números del teléfono situado encima de la mesa.
Parece mentira, pero el espacio está tan bien aprovechado, que hace posible que
convivan tres personas sin que lleguen nunca a tropezar una con otra.
Aunque para empezar a situarnos
debemos decir, convivían, porque desde un veinte de julio la situación cambió
tanto, que la oficina entró a formar parte de lo que por aquel edificio se
conoce como “dominios de la monja”, de la cual todo el mundo hablaba y nadie la
había visto. Los más viejos el lugar cuentan que en otros tiempos el solar
estuvo ocupado por una congregación religiosa, que tuvieron que abandonar ese espacio, donde en
la actualidad se levanta un moderno edificio inteligente, aunque se ve que no
lo suficiente como para poder detectar las andanzas de esta singular hermana.
Como digo convivían tres personas, pero luego de aquel veinte de julio,
comenzaron a suceder hechos extraños que llamaron la atención de esta minúscula
oficina. Uno de los componentes del trío, dejó de ocupar su mesa habitual; no
se sabe si por traslado, porque sufrió algún tipo de accidente o se jubiló de
forma anticipada. Sus dos compañeros comenzaron a echar algo en falta, notaban
que no asistía al trabajo y dejaron de percibir el olor a tabaco, que delataba
bien a las claras que no entraba en la oficina. El jefe pasaba de vez en cuando
por la puerta, se asomaba, veía los ordenadores encendidos y sin decir ni media
palabra continuaba su camino. La monja, fiel a su destino, comenzó pronto a
dejarse sentir por las cuatro paredes de aquel rincón: no se sabe como, pero la
mesa que un día fuera abandonada presentaba siempre el mismo aspecto, en ella
no aparecían telarañas ni más motas de polvo que las habituales, ni incrementó
el número de manchas, ni se notaba nada especial salvo pequeños detalles como
el del ordenador, el sonido del teléfono, que aunque nadie lo cogía, sonaba
cada día y hasta había veces que se parecía escuchar el clic de haber colgado.
Pero ¿quién se iba a fijar en esos detalles? Habían oído hablar de otra aparición de la monja por la planta
quinta de aquel edificio, que un poco
más y acaba con la vida del pobre vigilante que acudió a ver que sucedía con la
máquina de los refrescos, pues la monja estaba cogiendo provisiones para toda la
congregación; se ve que se le rompió alguna lata, manchó el pasillo y cuando el
pobre hombre llegó de prisa y corriendo, porque esta vez si que la pescaba con
las manos en la masa, ¡zas!, dio con sus huesos en las duras losas del suelo,
llevándose un porrazo en la cabeza como para acordarse de la congregación
entera incluida la madre superiora. Sus compañeros en los monitores centrales
del edificio, no daban crédito a lo que éste les contó cuando se recuperó
porque lo que es verla, verla, no la habían visto.
Hasta aquel veinte de julio
había ligeras noticias de las andanzas de la monja, pero muy de tarde en tarde
y repartidas por todo el edificio, fue a partir de esa fecha cuando se
multiplicó su actividad. En la oficinita del dúo se estropeó un ordenador y
había que seguir pasando los datos día a día para que el mundo continuase
girando, por lo que se hacía necesario utilizar la mesa que un día ocupase el
tercer componente del trío. El asunto parece simple, pero lo cierto es que
cuando alguien se disponía a cumplimentar esa función, les resultaba
materialmente imposible sentarse en la silla que ocupaba esa mesa; daban
vueltas alrededor de ella, lo intentaban de forma delicada, brusca, de
improviso, a la de tres y... no había narices de permanecer sentado; terminaban
en el suelo. Pensaron en llamar al servicio de mantenimiento pero ¿para qué? Si
no venían a limpiar el polvo, iban a venir para un asunto así, además ¿cómo lo
explicarían? Otra solución lógica era quitar esa silla y poner una de las
suyas, que si se dejaban montar, pero ni tirando los dos al mismo tiempo
conseguían mover el maldito asiento que parecía fundido a las losetas del
suelo. Un día, uno de los dos compañeros decidió saltarse la media hora de
desayuno, y como estaba sólo y por tanto no haría el ridículo se fue con toda
decisión a la mesa, cogió la silla y salió despedida por los aires como si
fuera un trasto cualquiera. A
continuación la recogió, se sentó en ella y se puso a trabajar en el ordenador
como si tal cosa. Completó su tarea, y comenzó a curiosear por otros programas
y al llegar al que correspondía a la persona ausente, se llevó la sorpresa del
día cuando comprobó que no se hallaba detenido su trabajo en el veinte de
julio, estaba actualizado como si esa persona no hubiese faltado ni un solo
día. Aquello era demasiado gordo para andar pregonándolo, por lo que decidió
guardar silencio, aunque desde ese momento la figura de la monja quedó grabada
en su cabeza.
Pero los hechos en el resto
del edificio confirmaban cada vez más a las claras, que la hermana estaba
dispuesta a mantener en vilo a todo el mundo. El episodio de la máquina de los
refrescos quedó en pañales ante un nuevo
hecho acaecido en esta ocasión en la planta segunda, donde se encontraban dos
pintores cumpliendo con su trabajo sobre media mañana: uno de ellos se asoma de
repente tras de una mesa que habían puesto en el pasillo y le dice al otro que
estaba en un andamio:
— ¿Has visto lo
que hay aquí?
El del andamio
suelta la brocha en el cubo y se gira; de repente ve a su compañero como si
estuviese descendiendo por una escalera. Por poco se le salen los ojos de las
orbitas cuando finalmente ve desaparecer su cabeza detrás de la mesa. Cuando se
asomó con todo cuidado a la parte de atrás de la mesa y descubrió a su compañero
agazapado como un conejo, la emprendió a gorrazos con él mientras el otro era
un estallido de risa en estado puro. Aquella escena había sido seguida desde el
primer momento por los encargados de turno de la sala de monitores, y la bulla
que formaron al ver el desenlace final, fue una clara muestra de lo bien que se
lo pasaron ante aquella pequeña obra cómica. Lo cierto es que no duró demasiado
el jolgorio, puesto que al estar todos pendientes de ese pasillo pudieron
comprobar también como, de espaldas a los pintores, un plástico de
considerables dimensiones destinado a tapar los muebles, estaba moviéndose
hacia arriba desde el suelo donde se encontraba, y cada vez presentaba signos
más evidentes de ir tomando forma humana. Ninguno de los dos pintores se dio
cuenta de este movimiento por lo que los vigilantes se pusieron manos a la
obra, y se dirigieron hacia esa segunda planta a toda velocidad, porque aquello
tenía toda la pinta de ser otra actuación de la monja. Los monitores quedaron
inoperantes porque el plástico había cubierto las cámaras de vigilancia, así que
los dos servidores del orden corrieron todo lo imaginable, sin saber qué se
iban a encontrar, pero preparados mentalmente para afrontar cualquier
situación; porra en mano irrumpieron en el pasillo desde el ascensor y al
llegar a la altura de los pintores, se encontraron a éstos sentados en la base
del andamio con los pelos alborotados y la mirada perdida, manchados de pintura
por todas partes y sin responder a las llamadas de atención que les estaban
haciendo.
Así pasaban los
días, la monja cada vez gozaba de más poder dentro del sagaz edificio y aunque
sus actuaciones no causaban daños físicos, si que comenzaba a preocupar dentro
de la cúpula dirigente de la empresa, el estado psíquico de los empleados, por
lo que decidieron poner el caso en manos de una persona responsable, cauta,
inteligente y con bastantes años de servicio —según aconsejaban los informes
técnicos pertinentes—. Descartaron en todo momento contratar a nada ni nadie
procedente del exterior, porque querían máxima discreción y que este extraño
fenómeno se resolviese internamente sin intrusismos ni estridencias, por el
buen nombre de aquello a lo que representaban. El departamento de personal,
junto al de recursos humanos y a los sindicatos se pusieron en marcha; se
procesaron todos los datos hasta el más mínimo detalle y el resultado final fue
la aparición en pantalla de un rostro con nombre y dos apellidos: Alicia Peña
Espejo, de la que nadie en la cúpula tenía la menor referencia.
Era necesario ir
descendiendo peldaño a peldaño en la escala del poder, para llegar hasta alguna
persona que de una manera u otra conociese ese rostro o lo hubiese visto por
algún rincón del edificio, porque su ocupación actual no estaba clara y el
lugar en el cual desarrollaba su trabajo tampoco aparecía por ningún lado.
¿Cómo era posible semejante descontrol? Se cruzaron las acusaciones, se
crisparon los ánimos y todo parecía que iba a quedar en otra actuación
impecable de la monja, cuando la foto del personaje en cuestión fue a aparecer
en el pecè. El jefe al ver la foto de su subalterna con un letrero de “se
busca” al lado, se temió lo peor, aunque fue tranquilizándose cuando leyó que
no se trataba de nada grave. Se puso en contacto con sus superiores y sin darle demasiadas explicaciones le
pidieron que la buscase y la hiciera llegar al despacho del director general.
El jefe de Alicia se personó en la oficinita y al preguntar por ella al dúo,
estos se encogieron de hombros, porque ambos tenían muy claro que aunque no
estaba, si que estaba. ¿Cuánto tiempo había pasado desde aquella situación?
Hubo un veinte de julio con una tremenda bronca entre ella y uno de sus
compañeros, estando el jefe por testigo, pero aquello pasó, cada cual se ocupó
de lo suyo y nadie hasta ahora había dicho nada. El jefe de Alicia comenzó a
hilar fino. ¿En realidad cuánto hacía que no la veía? La conexión a la red
hacia posible trabajar sin necesidad de presencia física y él lo único que controlaba es que estaba al día
la parcela de trabajo asignada a su subalterna. ¿Qué le diría ahora a sus
superiores, después de pasado tanto tiempo? Por fortuna para sus intereses y
los de su familia, cuando fue a contar aquella extraña historia que no sabía
por donde cogerla, se encontró que sus inmediatos superiores desconocían e
ignoraban de todas, todas, la existencia de esa minúscula oficina perdida en el
último pasillo de la planta sótano. No aparecía en ningún plano, no constaba en
ninguna estadística, se desconocía a que se dedicaban las personas que en ella
trabajaban y lo que es peor, Alicia Peña había sido elegida como la persona
ideal para resolver una situación de extrema dificultad —según un complicado
proceso informático—, pero ni su propio jefe podía dar fe de su existencia.
Conforme el tocho de papeles fue ascendiendo peldaños, comenzaron a temblar las
butacas, el miedo se adueñó de la estructura jerárquica y cada despacho por el
que pasaban los papeles, tenía más cosas que callar que ganas de esclarecer los
hechos, por eso Alicia Peña se quedó de
una pieza cuando llegó al despacho del director general, fue agasajada con
todos los honores y luego de ensalzarla cada uno de los presentes por méritos
que ella misma ignoraba, terminó quedándose a solas con el máximo representante
del poder, que le leyó en vivo y en directo su nombramiento como subdirectora
general, o lo que es lo mismo: número dos, en femenino singular, de aquella
monumental empresa dueña entre otras cosas del más moderno edificio inteligente
que se había construido en la ciudad. De la monja para que le iban a contar
nada, ¡que se divierta! Ya se le ocurriría a tan privilegiada mente la solución
para que los empleados se despreocupasen o a lo mejor terminaban todos
aceptándola como compañera y participando de sus juegos y ocurrencias.
La oficinita
quedó como estaba, con las tres mesas en activo y el dúo entregado de lleno a
su cotidiana tarea, con el jefe asomándose a la puerta de vez en cuando, tan
sólo faltaba una foto de la mesa de Alicia que ahora figuraba en un lugar de
privilegio del edificio, en un despacho de ensueño: se trataba de su hermana
Flora, que posaba junto a ella el día en que tomaba los hábitos como sierva de
Dios.