viernes, 24 de junio de 2016

Collage de verano

      
   Así comienza este relato, que hace el número siete, del libro Una parada obligatoria
Mientras que en la tele una partida de flamencos emprende el vuelo desde el Algarve hasta la orilla del Guadalquivir, yo trato de averiguar qué fue de aquel amigo que un día pretendió enseñarme portugués y no consiguió ni siquiera hacerme ir a Lisboa, donde con el paso del tiempo terminó convirtiéndose en un eminente cirujano. Sabía que tenía su dirección en algún cajón perdido de mi cuarto, pero cuando llegó el momento de hacer uso de ella, porque otros amigos pasarían por allí y pretendía enviarle un obsequio que le haría mucha ilusión, no hubo forma de encontrarla. Me sonaba, no sé de qué, Ferro Velho, pero eso era poco menos que buscar por buscar. Mis amigos me enviaron una postal que me daba envidia de no ser yo el que se encontraba ante las puertas del Palacio de Belem y, me decían que tendrían que volver con mi encargo porque, con esos datos, se lo había puesto muy difícil por no decir imposible. Añadían que planeaban pasarse unos días en las casas transmontanas, como para ponerme los dientes aún más largos, sabiendo lo que me gustan a mí esas estancias.
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viernes, 3 de junio de 2016

Los que no pasaron el corte (5)


                                                                ALICIA PEÑA
Cada día a las ocho se abre la puerta de entrada y la oficina huele a cerrado, y es que la fueron a hacer precisamente en un pasillo abandonado, en la planta sótano. La dependencia del neón se hace inexcusable, si se quiere leer los papeles correspondientes a la jornada, o acertar con los números del teléfono situado encima de la mesa. Parece mentira, pero el espacio está tan bien aprovechado, que hace posible que convivan tres personas sin que lleguen nunca a tropezar una con otra.
Aunque para empezar a situarnos debemos decir, convivían, porque desde un veinte de julio la situación cambió tanto, que la oficina entró a formar parte de lo que por aquel edificio se conoce como “dominios de la monja”, de la cual todo el mundo hablaba y nadie la había visto. Los más viejos el lugar cuentan que en otros tiempos el solar estuvo ocupado por una congregación religiosa, que  tuvieron que abandonar ese espacio, donde en la actualidad se levanta un moderno edificio inteligente, aunque se ve que no lo suficiente como para poder detectar las andanzas de esta singular hermana. Como digo convivían tres personas, pero luego de aquel veinte de julio, comenzaron a suceder hechos extraños que llamaron la atención de esta minúscula oficina. Uno de los componentes del trío, dejó de ocupar su mesa habitual; no se sabe si por traslado, porque sufrió algún tipo de accidente o se jubiló de forma anticipada. Sus dos compañeros comenzaron a echar algo en falta, notaban que no asistía al trabajo y dejaron de percibir el olor a tabaco, que delataba bien a las claras que no entraba en la oficina. El jefe pasaba de vez en cuando por la puerta, se asomaba, veía los ordenadores encendidos y sin decir ni media palabra continuaba su camino. La monja, fiel a su destino, comenzó pronto a dejarse sentir por las cuatro paredes de aquel rincón: no se sabe como, pero la mesa que un día fuera abandonada presentaba siempre el mismo aspecto, en ella no aparecían telarañas ni más motas de polvo que las habituales, ni incrementó el número de manchas, ni se notaba nada especial salvo pequeños detalles como el del ordenador, el sonido del teléfono, que aunque nadie lo cogía, sonaba cada día y hasta había veces que se parecía escuchar el clic de haber colgado. Pero ¿quién se iba a fijar en esos detalles? Habían oído hablar  de otra aparición de la monja por la planta quinta de aquel edificio,  que un poco más y acaba con la vida del pobre vigilante que acudió a ver que sucedía con la máquina de los refrescos, pues la monja estaba cogiendo provisiones para toda la congregación; se ve que se le rompió alguna lata, manchó el pasillo y cuando el pobre hombre llegó de prisa y corriendo, porque esta vez si que la pescaba con las manos en la masa, ¡zas!, dio con sus huesos en las duras losas del suelo, llevándose un porrazo en la cabeza como para acordarse de la congregación entera incluida la madre superiora. Sus compañeros en los monitores centrales del edificio, no daban crédito a lo que éste les contó cuando se recuperó porque lo que es verla, verla, no la habían visto.
Hasta aquel veinte de julio había ligeras noticias de las andanzas de la monja, pero muy de tarde en tarde y repartidas por todo el edificio, fue a partir de esa fecha cuando se multiplicó su actividad. En la oficinita del dúo se estropeó un ordenador y había que seguir pasando los datos día a día para que el mundo continuase girando, por lo que se hacía necesario utilizar la mesa que un día ocupase el tercer componente del trío. El asunto parece simple, pero lo cierto es que cuando alguien se disponía a cumplimentar esa función, les resultaba materialmente imposible sentarse en la silla que ocupaba esa mesa; daban vueltas alrededor de ella, lo intentaban de forma delicada, brusca, de improviso, a la de tres y... no había narices de permanecer sentado; terminaban en el suelo. Pensaron en llamar al servicio de mantenimiento pero ¿para qué? Si no venían a limpiar el polvo, iban a venir para un asunto así, además ¿cómo lo explicarían? Otra solución lógica era quitar esa silla y poner una de las suyas, que si se dejaban montar, pero ni tirando los dos al mismo tiempo conseguían mover el maldito asiento que parecía fundido a las losetas del suelo. Un día, uno de los dos compañeros decidió saltarse la media hora de desayuno, y como estaba sólo y por tanto no haría el ridículo se fue con toda decisión a la mesa, cogió la silla y salió despedida por los aires como si fuera un trasto cualquiera.  A continuación la recogió, se sentó en ella y se puso a trabajar en el ordenador como si tal cosa. Completó su tarea, y comenzó a curiosear por otros programas y al llegar al que correspondía a la persona ausente, se llevó la sorpresa del día cuando comprobó que no se hallaba detenido su trabajo en el veinte de julio, estaba actualizado como si esa persona no hubiese faltado ni un solo día. Aquello era demasiado gordo para andar pregonándolo, por lo que decidió guardar silencio, aunque desde ese momento la figura de la monja quedó grabada en su cabeza.
Pero los hechos en el resto del edificio confirmaban cada vez más a las claras, que la hermana estaba dispuesta a mantener en vilo a todo el mundo. El episodio de la máquina de los refrescos  quedó en pañales ante un nuevo hecho acaecido en esta ocasión en la planta segunda, donde se encontraban dos pintores cumpliendo con su trabajo sobre media mañana: uno de ellos se asoma de repente tras de una mesa que habían puesto en el pasillo y le dice al otro que estaba en un andamio:
— ¿Has visto lo que hay aquí?
El del andamio suelta la brocha en el cubo y se gira; de repente ve a su compañero como si estuviese descendiendo por una escalera. Por poco se le salen los ojos de las orbitas cuando finalmente ve desaparecer su cabeza detrás de la mesa. Cuando se asomó con todo cuidado a la parte de atrás de la mesa y descubrió a su compañero agazapado como un conejo, la emprendió a gorrazos con él mientras el otro era un estallido de risa en estado puro. Aquella escena había sido seguida desde el primer momento por los encargados de turno de la sala de monitores, y la bulla que formaron al ver el desenlace final, fue una clara muestra de lo bien que se lo pasaron ante aquella pequeña obra cómica. Lo cierto es que no duró demasiado el jolgorio, puesto que al estar todos pendientes de ese pasillo pudieron comprobar también como, de espaldas a los pintores, un plástico de considerables dimensiones destinado a tapar los muebles, estaba moviéndose hacia arriba desde el suelo donde se encontraba, y cada vez presentaba signos más evidentes de ir tomando forma humana. Ninguno de los dos pintores se dio cuenta de este movimiento por lo que los vigilantes se pusieron manos a la obra, y se dirigieron hacia esa segunda planta a toda velocidad, porque aquello tenía toda la pinta de ser otra actuación de la monja. Los monitores quedaron inoperantes porque el plástico había cubierto las cámaras de vigilancia, así que los dos servidores del orden corrieron todo lo imaginable, sin saber qué se iban a encontrar, pero preparados mentalmente para afrontar cualquier situación; porra en mano irrumpieron en el pasillo desde el ascensor y al llegar a la altura de los pintores, se encontraron a éstos sentados en la base del andamio con los pelos alborotados y la mirada perdida, manchados de pintura por todas partes y sin responder a las llamadas de atención que les estaban haciendo.
Así pasaban los días, la monja cada vez gozaba de más poder dentro del sagaz edificio y aunque sus actuaciones no causaban daños físicos, si que comenzaba a preocupar dentro de la cúpula dirigente de la empresa, el estado psíquico de los empleados, por lo que decidieron poner el caso en manos de una persona responsable, cauta, inteligente y con bastantes años de servicio —según aconsejaban los informes técnicos pertinentes—. Descartaron en todo momento contratar a nada ni nadie procedente del exterior, porque querían máxima discreción y que este extraño fenómeno se resolviese internamente sin intrusismos ni estridencias, por el buen nombre de aquello a lo que representaban. El departamento de personal, junto al de recursos humanos y a los sindicatos se pusieron en marcha; se procesaron todos los datos hasta el más mínimo detalle y el resultado final fue la aparición en pantalla de un rostro con nombre y dos apellidos: Alicia Peña Espejo, de la que nadie en la cúpula tenía la menor referencia.
Era necesario ir descendiendo peldaño a peldaño en la escala del poder, para llegar hasta alguna persona que de una manera u otra conociese ese rostro o lo hubiese visto por algún rincón del edificio, porque su ocupación actual no estaba clara y el lugar en el cual desarrollaba su trabajo tampoco aparecía por ningún lado. ¿Cómo era posible semejante descontrol? Se cruzaron las acusaciones, se crisparon los ánimos y todo parecía que iba a quedar en otra actuación impecable de la monja, cuando la foto del personaje en cuestión fue a aparecer en el pecè. El jefe al ver la foto de su subalterna con un letrero de “se busca” al lado, se temió lo peor, aunque fue tranquilizándose cuando leyó que no se trataba de nada grave. Se puso en contacto con sus superiores  y sin darle demasiadas explicaciones le pidieron que la buscase y la hiciera llegar al despacho del director general. El jefe de Alicia se personó en la oficinita y al preguntar por ella al dúo, estos se encogieron de hombros, porque ambos tenían muy claro que aunque no estaba, si que estaba. ¿Cuánto tiempo había pasado desde aquella situación? Hubo un veinte de julio con una tremenda bronca entre ella y uno de sus compañeros, estando el jefe por testigo, pero aquello pasó, cada cual se ocupó de lo suyo y nadie hasta ahora había dicho nada. El jefe de Alicia comenzó a hilar fino. ¿En realidad cuánto hacía que no la veía? La conexión a la red hacia posible trabajar sin necesidad de presencia física y él  lo único que controlaba es que estaba al día la parcela de trabajo asignada a su subalterna. ¿Qué le diría ahora a sus superiores, después de pasado tanto tiempo? Por fortuna para sus intereses y los de su familia, cuando fue a contar aquella extraña historia que no sabía por donde cogerla, se encontró que sus inmediatos superiores desconocían e ignoraban de todas, todas, la existencia de esa minúscula oficina perdida en el último pasillo de la planta sótano. No aparecía en ningún plano, no constaba en ninguna estadística, se desconocía a que se dedicaban las personas que en ella trabajaban y lo que es peor, Alicia Peña había sido elegida como la persona ideal para resolver una situación de extrema dificultad —según un complicado proceso informático—, pero ni su propio jefe podía dar fe de su existencia. Conforme el tocho de papeles fue ascendiendo peldaños, comenzaron a temblar las butacas, el miedo se adueñó de la estructura jerárquica y cada despacho por el que pasaban los papeles, tenía más cosas que callar que ganas de esclarecer los hechos, por eso Alicia Peña  se quedó de una pieza cuando llegó al despacho del director general, fue agasajada con todos los honores y luego de ensalzarla cada uno de los presentes por méritos que ella misma ignoraba, terminó quedándose a solas con el máximo representante del poder, que le leyó en vivo y en directo su nombramiento como subdirectora general, o lo que es lo mismo: número dos, en femenino singular, de aquella monumental empresa dueña entre otras cosas del más moderno edificio inteligente que se había construido en la ciudad. De la monja para que le iban a contar nada, ¡que se divierta! Ya se le ocurriría a tan privilegiada mente la solución para que los empleados se despreocupasen o a lo mejor terminaban todos aceptándola como compañera y participando de sus juegos y ocurrencias.
La oficinita quedó como estaba, con las tres mesas en activo y el dúo entregado de lleno a su cotidiana tarea, con el jefe asomándose a la puerta de vez en cuando, tan sólo faltaba una foto de la mesa de Alicia que ahora figuraba en un lugar de privilegio del edificio, en un despacho de ensueño: se trataba de su hermana Flora, que posaba junto a ella el día en que tomaba los hábitos como sierva de Dios.