lunes, 22 de agosto de 2016

Los que no pasaron el corte (7)



CUATRO GOTAS
El sargento Bueno regresaba a casa luego de una dura jornada de trabajo en el puesto de control, porque los días que caían una o dos gotas, ya se sabe, como no estamos acostumbrados al agua, enseguida se atascan los usillos, se desprenden ramas que no tendrían porque desprenderse y dejan de funcionar algunos semáforos en el momento más inoportuno. Un caos, como diría el cabo Benítez, que para eso de las definiciones se las pintaba como nadie. La señora del sargento Bueno oía el relato de su esposo con un ojo en sus explicaciones, para que no dijese que nunca le echaba cuenta, y otro en la perola del arroz, que como le diese por pegarse si que la teníamos ya formada, porque el sargento pasaba por cualquier cosa, menos por comer su plato favorito con olor a quemado o pasado de cochura. La verdad es que en la televisión se habían colado con tanto meter miedo con la velocidad del viento, y que no se cogiera la bicicleta a menos que fuese imprescindible, o incluso que la gente se quedase en sus casas. ¡Pero si estamos en el sur!, y aquí las cosas son siempre diferentes, los huracanes terminan convirtiéndose en ligera brisa, si es que alguna vez llegan por aquí. ¿Qué han conseguido? Colapsar los transportes públicos que ya no están preparados para tanta avalancha de gente, porque a trabajar habrá que ir —decía él—, que los niños no vayan al cole soluciona más bien poco, al contrario ponen más nerviosos a los padres que se encuentran en una situación de desamparo doméstico: a ver a quien le toca sacrificarse y quedarse en casa cuidando a los niños, en cuanto nos rompen la rutina diaria por una situación inesperada ya no damos pies con bola. Total que se sale a la calle y se multiplican los problemas de tráfico, porque ya nos parece que no vamos a llegar a ningún sitio. Además hoy tendrá también que acudir por la tarde al puesto de control, porque no se fía demasiado del personal de turno, y como no esté presente le pueden liar una que para qué queremos más. Corresponde comida ligera, siestecita rápida y pare usted de contar; lo del himeneo puede esperar a otro momento a pesar de que hoy tocaba, y luego la parienta se pone que se sube por las paredes, pero la obligación está por encima de todas las cosas que para eso lo juró él con la mano en la Constitución y el rabillo del ojo puesto en su Benita, que como ella habrá pocas en como aguanta y sobrelleva los inconvenientes del servicio. Uniforme nuevo, impermeable para los grandes aguaceros y muchas dosis de paciencia para que no se le nuble la vista a la hora de tomar decisiones. Por lo que a él concierne no quedará en mal lugar el sistema de movilidad de la ciudad que lo vio nacer, ni perdería ni un solo punto en el balance trimestral de funcionamiento de las grandes ciudades habitables y libres de humo (GCHLH). Delante del panel central del puesto de control, se convertía en un superhéroe que cada diez minutos sacaba de una situación desesperada a alguien, o dejaba expedita una vía que parpadeaba en rojo (señal de atasco), iluminando toda la estancia:
—¿Qué pasa con la V9, Fernández, que hace un rato que la estoy viendo con poco movimiento?
—Nada, mi sargento, que en la intersección con la V25 se ha producido un accidente que dificulta el tránsito.
—¿Nivel?
—4,67
—Pues meta bulla, Fernández, ya tenía que estar solucionado.
—A la orden mi sargento.

No hacía mucho la situación era bien distinta, el tráfico rodado se había apoderado de toda la ciudad y la gente se desplazaba en coches particulares como la cosa más normal del mundo. Se aparcaba en doble fila, encima de las aceras, en los pasos de cebra y cualquier sitio, sin respetar a los peatones, cada vez había más concesionarios de vehículos y marcas de coches nuevos, se batían récords de ventas como el que bate huevos para hacer una tortilla. La situación  era humanamente insostenible. Ni el centro de la ciudad se respetaba, ni el casco histórico, ni los cinturones exteriores podían con la carga de vehículos. Entonces si que era una situación caótica y en extremo peligrosa. Los llamamientos de la OMS (Organización mundial de la salud), caían en saco roto y los niveles de contaminación se superaban todos los días, siendo el tráfico rodado el principal culpable de esta forma de vida tan denigrante. Por fortuna, los términos se fueron invirtiendo, el asfalto fue dejando sitio a las zonas verdes, a las sendas peatonales y del carril bici de antaño, pasamos al carricoche —como es conocido popularmente el tramo de vía por el que circulan los vehículos públicos y los privados con autorización especial—. El resto del vial está destinado a la circulación de bicicletas, que disponen de modernos intercambiadores donde se puede dejar el vehículo de dos ruedas para tomar el tren y desplazarse a cualquier punto del área metropolitana. También se puede, dado el caso, llevar el vehículo en el tren, pero siempre hay quien prefiere dejarla porque en su punto de destino tiene enlaces fáciles, puede caminar o incluso dispone de algún servicio de alquiler con el que completar su recorrido. Las tiendas de coches tuvieron que reconvertirse y dedicarse a vender bicicletas y complementos para el usuario, ofrecer rutas turísticas por distintos puntos de la ciudad, y regalar bonos canjeables por viajes en tren hasta la sierra más próxima. Las motos con escape o sin escape pasaron a la historia, desaparecieron, hasta dejaron de promocionar las carreras de los domingos, los grandes campeones cayeron en desgracia cuando estalló el gran escándalo del timo televisivo. Los jóvenes perdieron la ilusión por emular a sus ídolos, y no veían mal desplazarse de un lado a otro pedaleando. Descubrieron que hasta se podía ligar moviéndose en bicicleta. Todos los establecimientos colocaron en sus puertas atractivos aparcamientos para que resultase más cómodo y seguro llegar, dejar el vehículo articulado ligero y entrar en la tienda. Aquello de ciudad saludable, se hizo realidad. Pero al sargento Bueno le había tocado la parte del melón menos dulce, por no decir la más amarga, de esta nueva civilización y tenía que dar la cara delante de sus muchachos, que pedían soluciones que a veces costaba trabajo conseguirlas. Pasarse tantas horas en la calle procurando que el tráfico funcionase como es debido, y nadie sacara los pies del plato, era poco menos que imposible en una ciudad de más de un millón de habitantes, que se dice pronto. Los más ágiles, resueltos y preparados cumplían esa ingrata tarea de poner orden allí donde fuese menester, y sobre la marcha y coordinados por su abnegado jefe resolvían todos los asuntos que tuvieran que ver con los inconvenientes del tránsito de personas y vehículos, pero hay gente que van por la vida saltándose cuanta norma se haya establecido y luego surgen los conflictos.
—Mi sargento, que aquí hay uno que ha colocado el coche en mitad de la calle y dice que no lo mueve porque no le da la gana.
—Pues muévalo usted, agente.
—Lo tiene bloqueado y como no venga la grúa.
—Agente ¿Cómo se llama usted?
—Severiano Pérez, mi sargento.
—¿Qué número de placa tiene?
—Veinticinco mil diecisiete, mi sargento.
—¡Ajá!. Ya lo tengo. Pues según su expediente, que estoy viendo en pantalla, hace tres ,meses le ocurrió un caso semejante en la Plaza de San Andrés y que yo sepa no tuvo usted que recurrir a ningún superior para resolverlo ¿Lo recuerda?
—¿En la Plaza San Andrés?.¡Ah!. Ahora recuerdo, tiene usted razón, mi sargento.
—Pues no me entretenga que está la tarde muy movidita, agente Pérez. ¡A su trabajo!
—A la orden, mi sargento.

El sargento Bueno se las pintaba como nadie para conseguir que todo fuese una balsa de aceite en el diario discurrir de la gente de la ciudad. Lejos quedaron aquellos tiempos en que se pasaba todo el día trazando esquemas y dibujos de todos los accidentes que ocurrían en la ciudad relacionados con el tráfico. Ahora la gente parecía como más civilizada, se movía de un lugar a otro caminando como si lo hubiesen hecho toda la vida, con pequeñas bolsas de compras, entrando y saliendo de los tranvías con toda la normalidad del mundo. Otros se trasladaban en bicicleta haciendo sonar su timbre de vez en cuando para evitar incidentes, y los menos se empeñaban en seguir utilizando el vehículo privado para ir a todas partes, en lugar de dejarlo en las zonas habilitadas para el intercambiador modal o en la puerta de su casa que es donde mejor estaría. Surgían conflictos derivados del estado nervioso, por no saber que hacer con el coche y entonces es cuando tenían que intervenir los agentes de la policía municipal y en casos extraordinarios hasta el mismo sargento. Pero peor estábamos antes —como le decía Benita a su esposo—, que daba miedo salir a la calle y encontrarte con una zanja y otra y una calle cortada por obras de acometidas y otra por construcción, en la que el camión hormigonera no deja pasar ni al carrito de la compra. Ahora por lo menos no están los coches y aunque siguen las zanjas, se puede andar por ahí sin necesidad de dar rodeos para llegar hasta donde quieres. El sargento Bueno en su casa era otro, y hacía  honor a su apellido ya que no se le escuchaba casi ni respirar; gran aficionado a la pintura y la música clásica, en cuanto tenía oportunidad, se enchufaba al pincel o al equipo de música para relajarse y encontrar ese punto de satisfacción que proporciona la vida hogareña. Pocas veces había tenido que abandonar sus aficiones o la tranquilidad de su casa para salir precipitado a su puesto de trabajo, porque salvo en contadas ocasiones —como ésta del huracán—, no hacía falta medidas excepcionales para que la ciudad fuese la de siempre, y además estaban sus superiores que ya le avisarían en caso de necesidad, que esto va por capas —como decía el cabo Benítez—, y entre más capas tiene la cebolla más gorda se pone la nómina. Al sargento no le gustaba que le hablase así, pero que iba a hacer, todos los días bregando con la misma persona, al final se le coge cariño y ya no se tienen en cuenta los galones, ni la jura, ni nada de esas tonterías que están muy bien de cara a los demás, pero que en la intimidad del cuarto de control, se olvidan y se trata uno como a cualquier otro compañero. Delante de los demás o ante la presencia de un superior había que guardar las formas, pero cuando estaban los dos solos o casi solos, era mejor tratarse con confianza para que todo rodase a pedir de boca y a él le había tocado en suerte ese cabo, y que le iba a hacer si en lo suyo era muy bueno, aunque luego tuviese esa boca incorregible. En alguna ocasión coincidieron los dos de patrulla por la calle, en aquellas brigadas verdes que se inventó la Jefatura que no sabía muy bien de que iban: les proporcionaron una bicicleta todoterreno con sus alforjas correspondientes y una porra colgando del sillín de fácil acceso, para casos de una pronta intervención , aunque realmente lo suyo era vigilar que todo estuviese en orden en lo referente al tráfico rodado, que no hubiese problemas con el carricoche y que el personal se fuese acostumbrando a que era mejor para todo el mundo, incluidos ellos mismos, dejar el vehículo privado para mejor ocasión. Mucha gente los paraba y les contaba historias de árboles que estaban en peligro de desprender alguna rama, otros que si fulanito estaba regando con agua potable el jardín de su casa y alguno que otro – que gente hay para todo -, que si ellos tenían algo que ver con los futbolistas de Heliópolis. Lo dicho, que en su propaganda oficial no quedaron las cosas claras. Pero Bueno y Benítez llegaron a convertirse con el paso del tiempo en una patrulla agradable para la ciudadanía que respetaba su trabajo, porque entendían que cumplían con su deber por el bien de la comunidad. Luego hubo otras e incluso más de una, porque había que dar ejemplo, según la Jefatura, y no estaba bien visto eso de utilizar el coche para todos los servicios y total para dos o tres gotas que caían al año no se iba a desaprovechar la ocasión de practicar con el ejemplo.
—Cari ¿No deberías coger el coche?
—Benita. ¿Cómo dices esas cosas? Tengo que ser el primero en llegar en bicicleta a la Jefatura. ¿Qué te crees, que esto es como antes que no se podía andar por las calles con tanto tráfico?
—No sé, me da siempre un vuelco el corazón cada vez que te veo salir, me parece muy frágil la bici, que te puedes caer, que te puedes resbalar, yo que sé.
—No te preocupes. Tengo dominio sobre el vehículo que es lo importante, y además la calle es nuestra, lo tenemos todo a nuestro favor para poder desplazarnos sin peligro añadido.
—No sé, pero a lo mejor me quedaría más tranquila si te fueses en el metro o en el autobús.
—¡Ya! Pero sucede que de esta manera mantengo mi forma; ten en cuenta que luego me llevo sentado el resto de la mañana y el gimnasio cada vez lo piso menos, además también consigo ahorrarme unos minutos que bien sabes, tanto me cuesta perder a primera hora de la mañana.
—En fin ¿Qué quieres que te diga, Cari? Me da miedo, a pesar de todo y de lo bien valorada que está la bici como medio de transporte; a lo mejor es que como yo no la uso me da la impresión de que te puedes ir al suelo de un momento a otro.
—Lo malo es no tener por donde moverse, pero en el siglo que vivimos ya hemos superado etapas anteriores y éste es el mejor sistema para moverse por la ciudad. Te lo digo yo que tengo ya mis añitos de experiencia como usuario y como vigilante del orden.

Benita sufría, pero en el fondo era consciente de que el riesgo era mínimo, porque era la forma habitual que tenía la gente de desplazarse y la calle se veía alegre y llena de paz y quitando algún que otro incidente, no se alteraba la vida de la ciudad por problemas derivados del transporte, lo que pasa es que una esposa es una esposa y siempre está pendiente de todos los detalles para que la vida en familia no se vea alterada. El cabo Benítez le decía a su inmediato superior, que lo que le pasaba a su mujer es que no tenía chiquillos que le estuviesen enredando todo el día y claro, estaba que se le iba la olla con lo que tenía en casa. Ella se desenvolvía a las mil maravillas por cualquier sitio, sin necesidad de utilizar el coche, las compras las hacía siempre cerca de casa y para cualquier otra cosa, tiraba del transporte público que para eso estaba, además como tenía descuento especial por aquello de estar casada con quien estaba casada pues mucho mejor, había que aprovechar las ofertas, que nunca se sabe si el día de mañana se convierte en hojalata. Tiene carnet, que se lo sacó nada más cumplir los dieciocho, pero la verdad es que luego no lo ha necesitado, porque incluso cuando estuvo trabajando en la fábrica, le venía bien el suburbano y también cuadró que podía volver con unos compañeros que la dejaban casi en la misma puerta de su casa. Una suerte, según se mire, porque luego vino la época de la transición de forma radical; ella dejó su trabajo para dedicarse a otras tareas en su casa y al final el carnet de conducir pasó como algo anecdótico por su vida. El aguacero se alejó y todo volvió a la normalidad. Al día siguiente la calles volvieron a llenarse de bicicletas como era lo habitual y los cuatro de siempre metiendo bulla por la lentitud del carricoche, el mal funcionamiento de los servicios públicos y el derroche que hacía el ayuntamiento en levantar las calles cuando no por un motivo por otro. La estampa de los niños entrando o saliendo de los colegios ponía la nota colorista y la mejor señal de que todo estaba bien. En Jefatura había pasado el momento crítico y se atendía al servicio de una manera más relajada, con el cabo Gutiérrez tan dicharachero como siempre y el Sargento Bueno pensando en su Benita y en que llegase pronto el viernes, que le tocaba librar el fin de semana y tenía pensado coger todos sus bártulos y desplazarse a la sierra próxima para hacer copias del natural aprovechando la frescura de los campos luego de tanto tiempo sin que cayera una gota de agua.