lunes, 18 de diciembre de 2017

En Camas


Como les iba diciendo hicimos una parada obligatoria en Camas y allí tuvimos una excelente acogida por parte de los integrantes del Club de Lectura Alféizar que, sin duda, contribuyeron a que los ánimos sigan en pie en lo que a el proceso cretivo se refiere. Le dimos un buen repaso a todos y cada uno de los trece capítulos de que consta el libro y a todos ellos se les sacó punta, en uno o en otro sentido, pero siempre con ganas de contribuir a que la literatura siga siendo un gran vehículo de entendimiento. No queda más que agradecer la buena acogida dispensada, a la espera del mes de Enero donde estaremos de visita por el pueblo vecino de Valencina de la Concepción.

lunes, 13 de noviembre de 2017

Contenedores

       
      Así comienza el relato Contenedores, incluido en el libro Una parada obligatoria
Es fino como un alambre y con una pelambrera estropajosa que lo hacen fácilmente identificable. De andar ligero, casi siempre va solo, contándose a sí mismo lo difícil que está el tráfico y, encima, el gracioso ese que todos los días pone el coche en el mismo paso de cebra, que no sé para que se gastan dinero en hacer el rebaje de las aceras, cuando le van a tener que poner alas a las sillas de ruedas. Los botines a medio atar, en alguna ocasión tuvieron un color determinado, pero ya hace tiempo que no se sabe bien si son blancos, marrones o con listas azuladas. Viéndole caminar, pareciera imposible que no tropezase consigo mismo, porque tiene un movimiento de caderas que le hacen castañetear las rodillas; pantalones vaqueros que le arrastran, hasta el punto de tenerlos deshilachados por la parte baja; una camisa mal abrochada y, a veces, un jersey con el cuello en la espalda, como de habérselo puesto de prisa y corriendo, y no acertar nunca qué es palante y qué es patrás. Su mundo discurre entre contenedores de basura, donde busca y rebusca para llenar hasta las trancas el carrito de carrefur, habilitado para estos menesteres.
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viernes, 27 de octubre de 2017

Un brindis por la vida


Con gente así de apañada da gusto andar por el mundo. La promoción de Magisterio 73-76 de Sevilla continúa su periplo de encuentros, una vez que se produjo el reencuentro luego de cuarenta años, gracias a la era de internet en la que nos hallamos inmersos. En esta ocasión viajamos hasta Sanlúcar de Barrameda y allí continuamos podiéndonos al día de como le va a cada uno y qué ha sido de su vida a lo largo de tantos años como los que hemos estado sin tener noticias los unos de los otros, en la mayoría de los casos.
Una parada obligatoria, no cabe duda. Por eso eso este libro ha venido como anillo al dedo para esta ocasión. Es de agradecer la colaboración de todos los que participaron en la excursión y ni que decir tiene que ahora lo que procede es ponerse manos a la obra y, una vez leído el libro, mandar cuantos mensajes consideren oportunos porque de esa manera respiramos los que nos dedicamos a este oficio de la escritura: de la opinión de los lectores. Ellos son el termómetro que marca nuestra temperatura, de los que cada día aprendemos y los que nos dan fuerza para seguir adelante.
Levanto mi copa para que esta amistad se consolide cada día un poquito más.
 

martes, 3 de octubre de 2017

Viaje a Valencina


Una parada obligatoria viaja hasta la Biblioteca Pública de Valencina de la Concepción  ·"Alfonso Grosso", para que los integrantes del Club de Lectura tengan la oportunidad de conocer su contenido. Más adelante tendrá lugar, en el marco de los encuentros con el autor, el debate que proceda en torno a su contenido. Así que buena lectura, buen provecho y nos veremos cuando proceda.

sábado, 2 de septiembre de 2017

Rincones con encanto


A veces nos encontramos con rincones adorables donde encontrar ese rato de asueto que tanto necesitamos. Si hay un libro de por medio, mejor que mejor.
 

lunes, 24 de julio de 2017

La virgen de las nieves



Así comienza el relato número diez del libro

Los coches quedaron aparcados en un terraplén amarillento, desde el que se tenía una vista panorámica de la población. A juzgar por la cantidad de humo que salía de las chimeneas, se podía adivinar que el termómetro estaba bajo mínimos. En cuanto dejaron la confortabilidad del vehículo y tomaron contacto con el ambiente, tuvieron que echar mano de abrigos, chubasqueros, gorros y guantes adecuados. Un poco más lejos, el gran farallón de los buitres se presentaba cubierto de una densa niebla que impedía saber si andaban por allí, o estaban en otros parajes más cálidos. Cogieron sus bastones de senderistas y, casi sin poder hablar, se apretaron las correas y decidieron afrontar la cuesta que tenían por delante. Como siempre, el Jefe comenzó a tirar del grupo y, dada la dificultad orográfica, este se desgranó en los primeros metros de subida y cada cual utilizó sus propios recursos para encontrar aire y seguir subiendo. Joaquín insistió mucho en ello, pero nadie le echaba cuenta. «Hay que estirar, es necesario dedicarle diez minutos al estiramiento antes de echarse a andar.» Sus palabras caían en saco roto. La gente comenzó a moverse y los músculos ya se irían calentando… 
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lunes, 19 de junio de 2017

Nuevas perspectivas


De cara al Curso que viene existen buenas perspectivas para la difusión de Una parada obligatoria, ya que a través del Club de lectura Alféizar de Camas se va a llevan un encuentro con el autor, del que espero salgan buenos frutos. En la misma línea en la biblioteca pública de Valencina de la Concepción va a tener lugar otro encuentro, con lo que tanto la obra como el autor deben salir reforzados. Si el modelo cala y lo consideran interesante por parte de los integrantes de estas tertulias, se puede establecer una campaña itinerante a través de la red de bibliotecas de la provincia, consiguiendo de esta manera vencer una de las dificultades mayores que existe para el libro: el acercamiento al lector. De momento todo son buenos augurios, esperemos que se cumplan. Mientras tanto, buen verano.
 

sábado, 27 de mayo de 2017

Los que no pasaron el corte (15)



 LA MONJA
El hombretón que hacía guardia junto a la puerta de la habitación tenía claro que aquel preso no podría escapar, salvo que saltase por encima de sus hombros. Por eso se permitía dar un par de cabezadas cada noche, a sabiendas de su buena preparación física y psicológica para situaciones de este tipo. En el pasillo hacía calor porque la calefacción estaba dos puntos por encima de lo normal para que estuviese en la temperatura adecuada. Así que, relajado, se había quitado parte de su uniforme reglamentario y aflojado un tanto el cinturón del pantalón. Dentro de la habitación, el único paciente que la moraba observaba con impaciencia su reloj de pulsera, esperando que las manecillas marcaran la hora prevista para iniciar lo que tantas noches había soñado: escapar. Sabía que su paso por el hospital era una oportunidad que no podía desaprovechar, y bastantes magulladuras le había costado para conseguir una ocasión de escapar como la que ahora se le presentaba. Las tres de la mañana era una hora difícil de superar para quien no tenía otra cosa que hacer más que esperar a que pasen las horas. Así que mientras aquel vigilante roncaba con placidez, el preso se deslizaba de la cama, se quitaba los esparadrapos del brazo y se ataba el pijama con fuerza a la cintura. Con sigilo, se aproximó a la terraza cuya puerta de rejas se encontraba sin el cerrojo echado, y comprobó que en un rincón, tras un macetón de geranios, se hallaba un bulto con ropas. Miró al guardia, luego a su cama y por último cogió un extremo de aquel manojo de ropas y lo ató fuertemente a la reja de la terraza. Ni se paró a comprobar la solidez de aquella soga textil que debería dejarle con un pie en el suelo; se hallaba en la tercera planta y desde allí no había forma humana de salir como no fuera de la manera que él lo estaba intentando: nada donde agarrarse, nada por donde deslizarse y, por supuesto, abajo le esperaba un acerado de losas cuadriculadas que en cualquier momento podían, si no llevarle a la tumba, por lo menos dejarlo baldado para el resto de sus días. Tenía miedo, pero no le tembló el pulso a la hora de encabritarse en el borde de la terraza y enroscarse a la soga como un naufrago a una tabla de salvación.
Se deslizó suavemente, calculando a cada instante cuándo sería el momento oportuno de soltarse y tocar tierra firme. Como las zapatillas tenían suela de goma, apenas se oyó ruido alguno y, en pocos minutos, se encaramó a la tapia que separaba el recinto sanitario de la ansiada libertad. A esa hora, apenas había tráfico en la avenida, por lo que, con toda la prisa que pudo, se pegó a los soportales de los primeros bloques de pisos que encontró, para perderse como una sombra fugaz tras unos contenedores de basura.
En la habitación, mientras tanto, todo parecía normal ―la almohada ocupaba su espacio―, salvo el pequeño detalle de la soga atada a la reja y que el guardia no vio la primera vez que se asomó a comprobar que todo marchaba según lo previsto. En una segunda ocasión, tuvo necesidad de entrar al servicio y, mientras se enjuagaba la cara, porque pensaba que ya había dormido demasiado, se le vino a la mente alguna cosa rara que no le cuadraba del todo: consultó su reloj, las cinco de la mañana y tanta tranquilidad. Allí pasaba algo; se inquietó, tiró la toalla al suelo y clavó su mirada en la puerta de la terraza; sus ojos se fundieron con aquel punto blanco que le hizo dar un brinco, encendió todas las luces, se fue hacia el preso y se encontró con la almohada. En ese momento se acordó de su padre y de su madre ―los del preso―, se cagó en los calzoncillos y no gritó porque no le salía la voz del cuerpo.
En la terraza, recogió velozmente la soga con todos sus amarres, miró a un lado y a otro para ver si el preso se encontraba desparramado por algún sitio, husmeó en busca de rastros, pero ni por asomo; la habitación era lo suficientemente pequeña como para que hubieran dudas, y allí no estaba. Cerró la puerta luego de recoger su sillón y ponerse lo más decente que pudo, y bajó hasta la parte trasera de las habitaciones para tratar de seguirle el rastro: nada. No había dejado ni una mala huella. Con la cara blanca del susto y pensando en lo que se le venía encima, retornó a su puesto sin atreverse a preguntar a nadie ni a informar a sus superiores hasta estar convencido de que no se trataba de una pesadilla.
Cuando volvía a la habitación, se encontró a un enfermero por el pasillo que, al verle con aquella cara, le preguntó: «¿Le pasa algo?» «No, no es nada», contestó, pero a la par que se acercaba a la realidad iba preparando su teléfono de contacto con la Central para informar de lo sucedido. Media hora más tarde, tres patrulleros de la policía iluminaban con sus destellos todos los ventanales que daban a esa parte del hospital. El guardián informó al inspector lo ocurrido con todo detalle, sin llegar a mencionar el asunto de los ronquidos; como no había testigos, tampoco era como para preocuparse, pero, no obstante, se quedó un tanto sorprendido cuando el inspector le mencionó a la monja. «¿La monja, qué monja?» El personal de servicio de la noche fue pasando por la mirada inquisidora del inspector que buscaba pistas mientras otros compañeros se encargaban de escudriñar la habitación del preso. Todos los familiares de los enfermos de esa ala fueron interrogados, así como algunos de los enfermos que solían pasear por los pasillos. Una vez cumplimentados todos los requisitos, el inspector y su séquito salieron del hospital, a la espera de que llegasen los primeros resultados de las pesquisas. En el control de guardia hacían el relevo del turno de noche con el primero de la mañana, y los comentarios eran de todo tipo, tanto por la peculiaridad de la huida como por la certeza de que algún día pasaría algo por el estilo. Muchos estaban de acuerdo en que no tardarían en volver a echarle mano al preso y, por supuesto casi todos coincidían en que aquel acontecimiento había que apuntárselo, una vez más, a la monja que era la que siempre ponía la nota pintoresca dentro del tedio general en el que se desenvolvía la vida en aquel centro sanitario.
La noticia no trascendió a los medios de comunicación, porque el reo en cuestión no tenía en su haber más que pequeños delitos, que unidos al trapicheo de estupefacientes y su bajo poder adquisitivo, le habían llevado repetidamente a la cárcel. Como auguraban los sanitarios, fue detenido en menos de veinticuatro horas, básicamente porque sus pautas de conducta eran de sobra conocidas en la comisaría de su barrio. Su guardián ―el hombretón― estaba pasando un mal momento y, luego de haber sido relevado de su misión, acompañaba al inspector de un lado a otro porque había una instrucción abierta y aspectos muy extraños que emborronaban su hoja de servicio. Pasando por alto el asunto de los ronquidos, ¿por qué estaba abierta la reja? ¿De dónde habría salido aquella soga textil? ¿Quién había ayudado a ese pobre desgraciado que no tenía ni dónde guarecerse tras su huida? Demasiadas preguntas como para dejarlas archivadas. Lo mejor era tragarse la sanción y dar por inevitable aquel borrón en el expediente. El guardián pensó que actuaría por su cuenta y como buenamente pudiese, pero aquello no quedaría así. Sus jefes lo apartaron del servicio, le negaron acceso a cualquier información y dieron por zanjado el asunto, puesto que el reo estaba otra vez entre rejas y el funcionario debidamente castigado.
Sin su uniforme reglamentario, comenzó a indagar en el cotidiano devenir de la vida hospitalaria sin que nadie le preguntase qué hacía por allí. A veces se hacía pasar por familiar, otras por compañero, hasta que poco a poco llenó un cuaderno de apuntes. Luego se las ingenió para acceder hasta el preso y tratar de sacarle algo sobre la noche de su fuga, pero este no estaba por la labor, decía no recordar nada y bastante tenía con sobrevivir como para ayudar a un policía. Por amigos dentro del cuerpo, supo que las declaraciones del preso tampoco eran como para tirar cohetes: llenas de contradicciones, no aclaraban nada sobre aspectos fundamentales de su huida; la soga estaba allí, la reja no sabía por qué estaba abierta y, por supuesto no conocía a nadie en el hospital que le hubiese ayudado, salvo la monja, que según constaba en el proceso de investigación, era un ser ficticio que tan solo moraba en la mente de esa criatura. El guardián iba atando cabos y aquella monja se le estaba haciendo ya demasiado familiar como para dejar de tenerla en cuenta; la había mencionado el inspector antes de que declarase el preso, también escuchó mentarla en alguna conversación perdida de los enfermeros y ahora la descubría de nuevo como parte de la declaración del preso. ¿Quién era esa monja, si allí ya no quedaba nada de la antigua comunidad religiosa que cuidaba a los enfermos? ¿O sí quedaba?
Quedaba el ingenio del hombretón que puso sus cinco sentidos a trabajar. Cambió parte de su fisonomía y se infiltró en las habitaciones, ganándose la confianza de los enfermos como si de una familia más se tratase. Sabía que más pronto que tarde terminaría apareciendo lo que para él ya era evidente. Unió su sanción con las vacaciones oficiales e, incluso, consiguió una baja por depresión, y durante todo ese tiempo no faltó ni una noche del hospital, hasta que la toca de una monja se deslizó inesperadamente por el silencioso pasillo. Como un resorte, se incorporó de su asiento, se asomó con todo sigilo a la puerta y observó por donde merodeaba aquel misterioso ser. Entró en una de las habitaciones, pero cerró tras de sí la puerta, con lo que el policía no llegó a ver nada de lo que ocurría en su interior; alguien hablaba en voz baja, otro roncaba y al sentir que se aproximaban a la puerta, corrió a refugiarse tras un mostrador. No había dudas, allí estaba una monja, ¿sería ese su objetivo? ¿Quién era? Posteriores investigaciones le llevaron al principio: el recinto hospitalario estuvo regido por una comunidad religiosa que pasó a depender de la Sanidad Pública, hasta que se fueron todas las hermanas del centro, con lo que oficialmente allí no trabajaba nadie como tal. Podría tratarse de un familiar. O de una ayudante desinteresada. Pero, ¿y las reglas de la congregación?
Ya sabía que pista seguir…y la siguió. Y le llevó a descubrir que aquella religiosa formaba parte del personal de servicio, por su forma de desenvolverse, por los sitios donde entraba y salía y porque solo se la veía durante determinadas horas. Ni quería preguntar más por ella para no levantar sospechas; a partir de ese momento todo estaba en sus manos, dependía de él mismo, tenía que pasar tan desapercibido que nadie debía sospechar la verdadera intención de su presencia en el hospital. Siguió tras la toga de la monja, esperando que esta le diese la siguiente pista, hasta que terminó por dársela casi en sus  propias narices: estaba solo en la habitación en la que le correspondía ejercer de familiar de préstamo, salió a fumar a la terraza y, de pronto, observó que alguien entraba en la habitación y cerraba la puerta. Se agachó, miró por una pequeña fisura de la persiana y… allí estaba. Era ella, la monja.
La religiosa se acercó al enfermo para comprobar que dormía y, a continuación, se encaramó en una silla para manipular el aparato de televisión, desconectó el cable que lo unía al monedero electrónico que hacía posible su funcionamiento y, para asombro del policía, se llevó casi toda la recaudación luego de manipular hábilmente el receptáculo de las monedas. Volvió a ponerlo todo como estaba y, en pocos minutos, se hallaba de nuevo en el pasillo como si de un fantasma se tratase. El hombretón la siguió y, al comprobar que se introducía  en el control de las enfermeras, decidió detener sus impulsos y esperar otro momento más adecuado para poner fin a aquella pesadilla. Y no tardó en llegarle la ansiada oportunidad, puesto que a la noche siguiente, la monja volvió a las andadas, solo que en esta ocasión y sin que ella se diese cuenta de que era seguida por el policía que ya sabía cuáles eran todas sus artimañas. Esperó a que saliera del control de enfermería, se colase en una habitación, cerrase la puerta y le dio tiempo para que preparase sus herramientas de trabajo; se acercó con sigilo a la puerta de la habitación, pegó la oreja y con el más exquisito de los sigilos fue abriendo la hoja hasta distinguir a la religiosa enfrascada en sus quehaceres nocturnos.
Cuando ya lo tenía todo claro, no lo dudó: abrió con energía la puerta y al grito de ¡Alto policía! dejó a la monja pegada al receptáculo de las monedas. No dejó ni que volviese la cara, se puso a su espalda, le sujetó las manos y en un minuto la tenía reducida, arrodillada en el suelo y con las manos esposadas por las muñecas, en su propia espalda. Le pidió que se incorporase para darle la vuelta y poder ver su cara, pero no le dio tiempo de asombrarse ante el rostro masculino de la supuesta monja, porque en ese mismo momento, en la puerta de entrada a la habitación, se oyó otra voz que le resultaba de sobra conocida al policía de amplios pectorales.
—¡Está bien Gutiérrez!¡Déjenos a nosotros!
Se trataba del inspector, su jefe, que ante la cara de susto del hombretón, tuvo que realizar un esfuerzo y esbozar una sonrisa para evitar que el subordinado pudiese saltarse alguna que otra norma y despertase a medio hospital. A la mañana siguiente, a las diez en punto, en el despacho del inspector-jefe, en la Comisaría de Policía, se dieron las explicaciones pertinentes:
«La supuesta monja no era tal, sino un enfermero que disfrazado de esa guisa y que, aprovechando la broma del resto de sus compañeros, se dedicaba desde hacía tiempo a aligerar de peso la caja de monedas de las televisiones de las salas, hasta que un día, en una de las visitas que el preso fugado realizaba al hospital, lo sorprendió en su celestial dedicación y para evitar males mayores, no le quedó otro remedio que llegar a un acuerdo con él y facilitarle su intento de fuga. El inspector, ante las denuncias de la firma explotadora del negocio de la televisión por pago, se puso a trabajar. Tenía sospechas, pero no había podido probar nada, le faltaba... le faltaba esa persona adecuada, con la motivación suficiente para coger con las manos en la caja al desdichado, que por unos pocos euros se estaba jugando su puesto de trabajo. Conocía a Gutiérrez y sabía que no se iba a conformar con el cierre del caso de la fuga del preso, por eso permitió que se le sancionara, para herirle más su orgullo y, sobre todo, para vigilar al vigilante desde el mismo momento en que se le comunicara la decisión tomada por la Jefatura. Alguien como aquel hombretón infiltrado y herido, buscando entre las paredes de ese hospital, era justo lo que necesitaba para descubrir qué había de cierto de esa monja de la que hablaba el preso, y de paso dejar a cada cual en el lugar que le correspondía.»

miércoles, 3 de mayo de 2017

Promocionamos tu libro




Turno para la promoción: https://promocionamostulibro.com/una-parada-obligatoria/

Día de la poesía en Venta de los Gatos





Esta semana estuve en el barrio de Las Golondrinas donde está ubicada la Venta de los Gatos, lugar inexorablemente unido a la figura de Gustavo Adolfo Bécquer. Con motivo del día de la poesía se leyeron e interpretaron sus rimas, sus leyendas y algunos otros poemas dedicados a su figura o a su obra. 
   

Desfilaron poetas que de una u otra manera querían dejar constancia de que la poesía está vida, que si bien Bécquer decía aquello de “podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía”, resulta que si que hay poetas y además generaciones nuevas que no olvidan su obra y que sigue siendo fuente de inspiración para muchos escritores.


 

Las personas de Con los Bécquer en Sevilla, junto con los vecinos del lugar y otras grupos literarios, hicieron posible este encuentro, que estuvo acompañado de música y que puso un granito más de arena en la posibilidad de que la Venta sea declarada Bien de Interés Cultural y se convierta en el centro cívico de que carece el barrio.




miércoles, 5 de abril de 2017

Los que no pasaron el corte (14)





Había escrito en un folio en blanco, ilustrado por su parte trasera con un dibujo infantil de una casa:

Siempre encuentro en mi memoria

Luego sacó un caramelo con sabor a menta y envoltura de la Caja San Fernando, y se lo introdujo en la boca, dispuesto a que le durase cuanto más tiempo mejor, pero una mosca que estaba empeñada en hacerle compañía, distrajo su mente al verla evolucionar sobre el mantel de la mesa: se frotaba las patitas con tanto gusto, que le daban ganas de tocarse con una varita mágica, y hacerse del tamaño del insecto para imitar sus movimientos, pero de inmediato se acordó de la película... La mosca... y le entraron unas nauseas tremendas, cogió el periódico y lanzó un tremendo golpe disuasorio, porque de sobra sabía lo difícil que era cazar una mosca, por muy ensimismada que estuviese frotándose sus sextos delanteros. Trató de concentrarse en lo que había escrito dedicándose a contar métricamente el verso, pero de nuevo apareció la mosca posándose en su mano izquierda. “¿Será la misma? – pensó -. ¿Porqué no se dedicarán los naturalistas a marcar moscas?. Así sería más fácil salir de dudas. ¿Pero que digo?. A veces creo que deliro.” Se dio un manotazo sobre el dorso de la mano y siguió midiendo el verso: “otro verso octosílabo, no sé como me las apaño que siempre me sale así. ¿Lo dejo o intento el endecasílabo?.” Aquí tropezaba siempre Mario con la misma premisa. “A mí me gusta como me ha salido, ahora tengo que echar mano de la máquina de pulir, y ahí empieza mi calvario. Tengo que usar la cabeza donde manda el corazón. Creo que voy a seguir la técnica de siempre, que no es otra que la mía propia, al fin y al cabo soy consciente de que no escribo para pasar a la posteridad, sino para expresar un sentimiento que llevo dentro. Gusta hacerlo bonito – que duda cabe -, y teniendo en cuenta determinados principios, pero poco más. El genio que llevo dentro se ve que no anda por la labor, y en los momentos difíciles me deja más tirado que un trasto.” Los dos siguientes versos, decían:

—a veces nada busco—
sabor a cucharilla y azúcar

El inconsciente, esa tremenda caja negra que todos portamos como una mochila, está siempre dispuesto a prestar la ayuda que haga falta. Mario se concentraba en esos primeros versos que habían salido de su pluma, y a continuación llegaban los demás hasta completar el sentido de lo que pretendía decir. Eso sí, en lenguaje poético. Su larga trayectoria como escritor le había enseñado mucho, y sabía que tenía que exprimir  bien sus cinco sentidos para que no fueran banales sus palabras. Mario escribía con el corazón en la mano, y procuraba rodearse de todo cuanto le fuese necesario para tener la concentración necesaria. No confiaba demasiado en el golpe de inspiración, que le obligase a dejarlo todo para ponerse a escribir. Su forma de trabajar era más racional, tenía sus horas preferidas —eso si—, pero si pasaba un tiempo y no conseguía articular un par de versos en condiciones, terminaba por abandonarlo todo hasta el siguiente día en que lo intentaría de nuevo. Hacia calor, ese calor que obligaba a permanecer a la sombra, sin camisa, en pantalones cortos y con un vaso de agua al alcance de la mano para no derretirse. La cueva —como él llamaba a su rincón favorito— le proporcionaba el frescor necesario para sobrevivir a la escritura y a las ansias de expresarse, y sólo allí se atrevía a hacerlo. Aquel rincón del patio le daba la tranquilidad suficiente, para concentrarse en su tarea y olvidarse de otros asuntos más terrenales, más duros de sobrellevar.

en una mañana de invierno.

Mario no  llevaba bien el verano —ese larguísimo verano del Sur—, que a veces comenzaba en Abril y no terminaba hasta Noviembre; empezaba a creerse el cacareado cambio climático. Siendo como era de suelos asolados, habiendo mamado horas y horas de sol implacable, ¿cómo es que ahora no era capaz de soportar los rigores de la tierra que lo vio nacer?. Algo pasaba, y se negaba a cargar la culpa a la edad, que no perdona. Su porte, su físico no era para que le pudiese afectar tanto la inclemencia del Sol... Algo pasaba. Por eso le gustaba el invierno, y tal vez compusiese sus mejores versos bajo la influencia de esa estación, pero nunca se paró a comprobarlo, ni le merecía la pena, ni tenía tiempo para ello. Lo importante era seguir en disposición de emborronar papeles buscando la composición imposible, esa que le pudiese dejar con la satisfacción de haber parido algo sublime, algo que le catapultase al estrellato.

Son las diecimedia en punto,
hora de alimentar el alma

Habían sido tantos años esperando ese momento para encontrar la bonificación de una buena charla, que algún día tenía que verse reflejado en sus versos. Mario amaba esos momentos tanto como a su propia vida, no sólo por hallarse frente a la persona admirada, sino porque

viendo la desnudez de la calle
reflejada en el jaspe de tu mirada.

un diálogo en el que cada cual sepa ocupar el lugar que le corresponde, sin avasallar, escuchando y dejando expresarse, le llenaba tanto que no le importaba llevarse horas y horas, pero cuando descubría que su interlocutor era incapaz de mantener las formas, se abandonaba y daba igual lo que le contasen. Su presencia era sólo física, porque su espíritu navegaba por otros mundos. Él no se irritaba, si tenía oportunidad dejaba que los demás continuasen con sus asuntos mundanos, mientras se ponía a hacer cualquier cosa que no admitía espera, si no le quedaba más remedio permanecía en su puesto, aunque su aportación se redujese a monosílabos o frases sueltas.

Es el momento grácil,
la fuente oculta entre el tráfico

Siempre se preguntaba si era tan importante la estética de los versos. A veces podía suponer un parón en la producción artística porque se enfrascaba- una vez más- con la deliberación sobre que era más importante, si la forma o el fondo. Todo es importante. Preguntaba a sus colegas, pero no le convencían sus explicaciones, tampoco se preocupaba demasiado de buscar en los manuales al uso. Crear, innovar, era dos verbos que le gustaba verlos activos, y una vez puesto a reflexionar y transmitir, si que tenía confianza en su genio oculto. Si bien no era capaz de tomar las riendas de inmediato, de acudir a la llamada urgente de la inspiración, se esforzaba al máximo cuando tocaba hacerlo en el momento que él consideraba adecuado.

donde saborear el agua más fresca
que manar pueda río alguno.

Se levantó de la silla, y se fue al salón de la casa donde tenía un viejo radiocasete emitiendo música clásica. La cinta había terminado de leer una cara y esperaba la mano de Mario, que le diese la vuelta para continuar reproduciendo sonidos de fondo. Era tal la afición que le tenía a este tipo de música, que le resultaba imposible trazar dos líneas sino era con el fondo adecuado. No tenía preferencias, tampoco formación musical, pero la necesitaba, formaba parte de la parafernalia indispensable para concentrarse en lo que escribía. La ausencia de ruidos en la casa lo llevaba mal, por eso procuraba que aquel achacoso reproductor estuviese siempre emitiendo sonidos. Se dio un ligero paseo por el pasillo hasta llegar a la puerta de la calle, la abrió, miró a derecha e izquierda (no había nadie) y a continuación regresó sobre sus pasos a la cueva del patio.

Tu presencia, tu palabra,
el gesto mecánico del camarero
y el amorfo escudo de mi camisa
dan vueltas en torno al mundo
hasta que llegan otras diecimedia.

Le salió del tirón, casi sin respirar. Se volvió a levantar y se fue a la cocina para buscar algo fresco en el frigorífico. El agua que tenía en la mesa no estaba en condiciones de ser tragada, por lo que la vertió directamente en una maceta. Aún había claridad en el segundo patio, pero en el primero – que es donde se hallaba la cueva -, le resultaba difícil leer lo que estaba escribiendo, así que tuvo que encender la lámpara que colgaba directamente sobre la mesa. Alguna mosca —francotiradora— le seguía dando lata y no conseguía centrar sus ideas. Tomó el paño preparado al efecto, y le dio la suficiente confianza al visitante para que se pusiese en un lugar visible. Lentamente fue alzando su mano derecha y cuando consideró que la tenía entretenida, con la mano izquierda, lanzó un rápido golpe tras el cual desapareció el bichito.

Calendario de vida intensa

Mario nunca se casó, vivía para escribir; bastantes problemas le reportaba sus relaciones con la editorial como para tener encima que cuidar de una familia. Se enamoraba casi de forma continua y de todas las relaciones que mantenía, sacaba algo positivo, que luego  serviría para sus composiciones. Pero él necesitaba de la soledad y de muchos momentos de ausencia —de largas ausencias— para estar a gusto consigo mismo y llevar a cabo proyectos, que de otra manera consideraba que no sería posible verlos terminados. Esto le producía situaciones paradójicas, que le hacían sufrir y estancarse en el trabajo. Unas más que otras; las mujeres que iban pasando por su vida trataron de

—me fue marcada en el Olimpo—
que no tiene tardes ni noches,

 hacerle ver la posibilidad de compaginar ambas tareas. ¿Porqué tenía que ser tan huidizo?. Parecía estar fraguando alguna misteriosa fórmula, que fuese a revolucionar el mundo, al fin y al cabo escritores había para dar y tomar, y él no era más que uno entre tantos, ni tan siquiera era famoso. Mario entendía que sin esa forma de ser y actuar, no sería capaz de componer ni un solo verso y a pesar de lo que pretendían hacerle creer, él tenía su público que era quien compraba sus libros y le mantenía viva la ilusión de seguir componiendo. Tampoco necesitaba estar todos los días en los telediarios, ni en las revistas del corazón —para eso están otros—. Ganaba lo suficiente para llegar al día siguiente y no pedía más. Lo importante eran sus versos, no él, y para que estos nacieran necesitaba llevar la vida que llevaba, no otra.

que aspira con fuerza el aire

No le gustaba dejar ningún poema inconcluso, podía llevarse más o menos tiempo delante del folio, pero al final algo tenía que salir. Luego vendrían las correcciones de todo tipo, pero lo que en ese momento estaba sintiendo tenía que salir ahora; no esperaba. Le daba vueltas y vueltas al verso, al monema, a la idea...

rastreando el perfume de tu piel.

Al día siguiente si en su lectura encontraba la satisfacción necesaria, el poema pasaba a engrosar la lista de afortunados, de lo contrario era destruido sin salvar ni una sola estrofa. Así era Mario, quienes le conocían bien pensaban que le había tocado vivir una época difícil para la poesía, y por difícil para sacar adelante sus proyectos. En cambio tenía otros talentos innatos, que no quería explotar, había cultivado otros géneros y todos reconocían que lo hacía bien pero la poesía era otra cosa y todo su esfuerzo lo vertía en ella, no le importaba lo raro del momento, ni su mayor o menor gloria, componiendo versos se hallaba en su salsa, y no tenía la menor intención de intentar otras aventuras.

Tal vez en alguna hora perdida
se hayan cruzado en el éter

Ahora queda pensativo, haciendo un rápido examen de lo que ha sido su vida, de sus idas y venidas, su soledad, sus escasos amigos, su corta familia, sus padres... y piensa si en algún momento no debió invertir el signo del destino y no dejarse llevar por el camino que parecía marcado para él. Pero ¿cómo saber cual era la opción válida?. ¿Porqué en aquella ocasión decidió actuar de esa manera y no de otra?. Nota que se pierde, que se le está yendo la mente por derroteros que le distraen y no le permiten avanzar en la tarea que se trae entre manos

aromas y deseos
y nos hayamos visto los dos
sentados frente a frente, en el bar.

Se preguntaba Mario como era posible que le hubiese marcado tanto aquella circunstancia y que a pesar de lo mucho que llevaba vivido, no conseguía borrarlo de su cabeza, pero

Tañir de solitaria campana

siempre en el último momento, antes de que decidiese dejarlo todo, le ocurría algo inesperado, que penetraba en él por algunos de sus sentidos —siempre en alerta— y terminaba por darle forma a la estrofa que perseguía

que llama puntual a la oración
mientras un caballo relincha
desprendiendo luz entre sus cascos.

Apuró el vaso de agua y se fue a la cocina con la intención de prepararse una suculenta cena, que le reconfortase del esfuerzo empleado para dar por concluida la jornada. Las sombras de la noche habían extendido su largo manto con incrustaciones luminosas.

J.R. Infante