Muere Carmen Balcells y aunque a uno esto ni le va ni le
viene, más allá del respeto que le merece la propia muerte de un ser humano, si
que es verdad que da envidia sana saber que han existido personas de tal
calibre velando por la salud de escritores de la talla de García Márquez, Juan
Marsé o Camilo José Cela, pongo por caso. Ya sé que esto no es más que un puro
negocio, pero qué liberación debe suponer poder dedicarte a escribir y publicar
sin preocupaciones de recuperar el dinero invertido. Ni conocía a esta señora,
ni a nadie de su entorno, pero su imagen siempre me dio la sensación de ese
aspecto bonachón que debe tener toda persona en la que confiamos. Ella se ha
ido, lo que hace falta es que sus descendientes en el cargo puedan seguir
sacando a la luz a más Cortázar, Vargas Llosas, Nerudas, Aleixandres, Mendozas,
Montalbanes, Cercas, o al menos dando el apoyo suficiente para que ninguna
figura de primer nivel vea frustrada su carrera por mera necesidad económica.
Mientras tanto en Japón, un espabilado librero se hace con
el 90% de los 100.000 ejemplares de El novelista como profesión, nuevo libro de
Haruki Murakami, en leal lucha por la defensa del libro en formato papel.
Aplaudo porque —sin renegar a la era Internet— me siguen atrayendo sobremanera
los libros tangibles. Puede sonar a perogrullada, pero su tacto, su olor, su
posición particular en la librería, me traen tan buenos recuerdos que siempre
tengo uno a mano, esté donde esté. “El hecho de que las librerías físicas hayan
estado en el mercado por siglos no significa que este sea un formato obsoleto
para servir a los ciudadanos del siglo XXI”, ha dicho el personaje en cuestión,
un tal H. Sogo, al que no tengo el gusto de conocer, pero al que aplaudo.
Y ahora lo más triste: parece ser que Beta no puede sostener
algunas de sus librerías y caen dos de ellas en la ciudad de Sevilla. Muy
triste. Ya había cerrado hace más de un año la que tenía establecida en el
antiguo Teatro Imperial de la calle Sierpes y que tanto me recordaba a algunas
que conocí en Buenos Aires hace años. Entonces quede sorprendido ante la
posibilidad de entrar en una tienda enorme llena de libros, con rincones
acogedores dónde uno se podía sentar a leer con toda la tranquilidad del mundo
e incluso se podía tomar un café si le apetecía. Ya sé que hoy día existen
otras cadenas que llevan a cabo iniciativas plausibles y de similares
características, pero para mí eran desconocidas en aquel tiempo. Por eso y
porque el negocio sigue siendo el negocio, dos librerías pasan a mejor vida y
eso siempre es de lamentar. Menos mal que siempre me queda el consuelo de que
la mía —la que estoy montando en mi propia casa— cada día cuenta con más
ejemplares y eso se lo debo en gran medida al avasallador impulso de la era
Internet. Así es la vida.