sábado, 19 de marzo de 2016

Pelo mandarinas para ti


Bienvenido Alvaro Villa a esta página y mucha suerte en tu andadura por dar a conocer los enormes valores que atesoras en tu interior.
 Las crónicas de ava

martes, 1 de marzo de 2016

Los que no pasaron el corte (2)



Otro relato que no pasó el corte por un pelín fue CAFETERÍA ESTEPONA, pero nunca es tarde para que figura en esta página dedicado a sus hermanos mayores. Así que para todos ustedes, Cafetería Estepona. Ah, y que les aproveche.


Tiene las mesas de plástico, de esas patrocinadas por la Coca –Cola, que al llegar las nueve de la noche se apilan unas encima de otras y se les ata con una gran cadena a la reja de una de las ventanas de la cafetería. Sillas de plástico de un tono azulado patrocinadas por Kas y que una vez apiladas son retiradas al interior del recinto, porque estas son ya más apetitosas que las mesas, y alguien podría pensar en sacarle más rendimiento lejos de allí. Es invierno, pero da igual, en el Sur a la temperatura se le combate desde todos los frentes, con tal de respirar aire de la calle y los clientes prefieren pasar algo de frío en la amplia acera exterior, que permanecer en el interior donde las palabras rebotan en las paredes y columnas, se mezclan unas con otras y al final se produce un galimatías, que muchas veces no sabe uno si está en la conversación que está o en la de la mesa de al lado.
Además este invierno el café tiene la novedad, de unas estufas de butano con un sombrero a modo de paraguas, que te dejan la cocorota como si llevases un gorro de lana. En la mesa más cercana al aparcamiento de coches, y próximo a un aligustre que aún conserva el vástago que le ayudó a crecer, se sienta un hombre mayor enfundado en su abrigo y con un cigarro entre sus dedos. Un café con leche humea en la mesa junto a un servilletero de plástico patrocinado por la Pepsi. En las servilletas en uno de sus ángulos puede leerse “Café Estepona, gracias por su visita”. Más allá tres marroquíes parlamentan en torno a un refresco y unas cuantas pastas de coco; a veces da la sensación de que están peleándose por lo altisonante de sus voces, pero fijándose en sus rostros enseguida se ve que uno de ellos sonríe, con lo cual debe ser la forma de hablar.
En otra mesa dos ciudadanos bielorrusos se muestran papeles uno a otro, y parecen estar rellenando una solicitud o algo por el estilo. Los mofletes destacan enrojecidos sobre su clara piel de muñecas de escaparate. Visten bien y los modales parecen finos. A su lado una reunión más amplia que ocupan dos mesas repletas de vasos y tazas, ríen a carcajadas ante las ocurrencias de una señora entradita en carnes, que no sabe cuanto tiene que abrir la boca para que le entre de una vez una suculenta mojama. El caballero que tiene frente a ella y que se presume su marido, zapatea con sus botas de media caña, dándole más énfasis si cabe a sus ganas de partirse de risa; tiene poco pelo pero una graciosa trenza rubia le cuelga desde la nuca sobre su chupa de cuero. Unos cuantos chiquillos corretean alrededor del grupo irritando sobremanera al caniche, que permanece atado a una de las sillas y que ladra como un condenado cada vez que pasan cerca de él. Dos jóvenes retan las leyes físicas, a lomos de una moto de pequeña cilindrada, con la que procuran hacer el mayor ruido posible, pasando una y otra vez por la proximidad de las mesas. Otras señoras muy metidas dentro de sus abrigos y bufandas, saborean el café mientras se tocan con las manos aquella parte de su anatomía donde tienen ese dolor clavado desde hace un mes por lo menos, y la cita del especialista sin llegar, puede que sea cosa del correo, -apostilla una de ellas-, pero las demás niegan con un gesto. La otra dice que ya se ha acostumbrado, y que lo peor es arrancar por las mañanas en frío, pero luego una vez que baja para buscar el pan, parece que se va calmando y hasta el otro día.
Cuatro sudafricanos entretienen su tiempo en torno a unas bebidas de vasos largos y móviles de última generación. Cuando abren la boca se perfilan los dientes nacarados y la sonrosada lengua; llevan ropa elegante y zapatos de puntera fina, uno de ellos cubre su cabeza con una gorra de cuero negro. Hablan con sonidos graves, rápidos y en un idioma que ninguno de los convecinos de café logra entender. Lo que parece una madre y un hijo hacen acto de presencia por entre las mesas, suplicando unas monedas para dar de comer a algún familiar y seguramente a ellos mismos. Ella es la que chapurrea algunas palabras sueltas en español, mientras que el mozo –algo desaliñado– teclea un instrumento musical del que salen unas notas enlatadas que suena a popular. No obtienen demasiado éxito, pero a ellos les gusta pasar por este Café, porque aquí no hay camareros que le recriminen su actitud, invitándoles a que dejen a la clientela en paz. Han llegado de centroeuropa, pero aún no consiguieron encontrar un trabajo regular que les permita abandonar la tarea de mendigar.
La gente en el Café Estepona entra y sale con los vasos en la mano, y tan sólo de vez en cuando una muchacha de origen indio viene con la prisa reflejada en su rostro recogiendo las mesas, depositando todo el menaje en un barreño de plástico, y pasando a velocidad de rayo una bayeta amarilla por la mesa de turno. Aunque el cielo amenaza lluvia, la clientela permanece en su sitio cada cual enfrascado en la conversación que corresponda; si finalmente apareciera el agua, ya habrá tiempo de levantar el campo y dejar la charla para mañana, que tampoco es cosa de solucionar todos  los problemas en una tarde, y además si lo hablan todo hoy ¿qué van a dejar para mañana? En una de las puertas de acceso a la cafetería existe un caballito mecánico que de vez en cuando relincha, al tiempo que se encienden unas luces de colores en la base donde se apoya su tronco, acompañando de fondo el sonido de un galope vigoroso, que deja con la boca abierta a un crío vestido de blanco y verde, mientras su madre mece el carrito donde duerme su hermano menor. No se pierde detalles de los movimientos del brioso corcel de mirada azucarada, y junto a él una niña de color, con la cabeza llena de tirabuzones hábilmente sujetos por cintas de arco iris, parece que se le van a salir los ojos de las órbitas. Dos metros más allá una mujer de piel oscura, vestido de tubo y tocado en la cabeza a base de una especie de turbante colorista, la vigila sin parar de hablar en agudo, con otra mujer de su misma raza, que lleva en la mano una bolsa del Lydl.
Un grupito de peruanos espera en la puerta de la cafetería, la llegada de dos mujeres cargadas  con grandes bolsas, de esas que luego abren magistralmente en cualquier esquina y ofrecen sus jerséis, gorros, bufandas y ponchos de llamativo colorido. Lo que más llama la atención de ellos es su estatura, son bajitos de tez tan morena como si se hubiesen pasado toda la vida a pleno sol. Se les nota moverse como con miedo y sus voces apenas son perceptibles, salvo que uno se encuentre muy cerca de ellos, la Cafetería Estepona de hace unos años no se parece en nada a ésta de hoy en día; antaño se hablaba español, con acento andaluz, por cada una de las mesas y de vez en cuando aparecía una gitana con el niño en la faldiquera ofreciéndote una ramita de romero, que verá usté la suerte que le va a dá –le dice Joaquín a su amigo José María, saboreando un delicioso farias-, ya lo desía yo hase trej verano: daquí unoj año Ejpaña ej Africa –responde José María acomodado gracilmente en una copa de coñac-. Como el agua no acaba de llegar, el bullicio va en aumento en torno a las mesas y en el interior, tras de la barra sudan como cosacos los tres camareros que son sutilmente controlados por la dueña del negocio, sentada junto a la caja y con unas lentes bifocales colocadas a media nariz.
El caniche termina por zafarse de su atadura, y en su veloz carrera tras de los chiquillos asusta a la niña de color, que sin saber que hacer se precipita al filo de la calzada, en  el preciso momento en que los jóvenes motoristas ejecutan una de sus cabriolas. El alboroto, los gritos y la confusión convierten a ese punto de la calle en un hormiguero. Al poco uno de los marroquíes corre calle arriba con el cuerpo de la niña cruzada en sus brazos, mientras las cintas de arco iris son pisoteadas por la multitud.