Así comienza el relato número diez del libro
Los coches quedaron aparcados en un terraplén amarillento, desde el que se tenía una vista panorámica de la población. A juzgar por la cantidad de humo que salía de las chimeneas, se podía adivinar que el termómetro estaba bajo mínimos. En cuanto dejaron la confortabilidad del vehículo y tomaron contacto con el ambiente, tuvieron que echar mano de abrigos, chubasqueros, gorros y guantes adecuados. Un poco más lejos, el gran farallón de los buitres se presentaba cubierto de una densa niebla que impedía saber si andaban por allí, o estaban en otros parajes más cálidos. Cogieron sus bastones de senderistas y, casi sin poder hablar, se apretaron las correas y decidieron afrontar la cuesta que tenían por delante. Como siempre, el Jefe comenzó a tirar del grupo y, dada la dificultad orográfica, este se desgranó en los primeros metros de subida y cada cual utilizó sus propios recursos para encontrar aire y seguir subiendo. Joaquín insistió mucho en ello, pero nadie le echaba cuenta. «Hay que estirar, es necesario dedicarle diez minutos al estiramiento antes de echarse a andar.» Sus palabras caían en saco roto. La gente comenzó a moverse y los músculos ya se irían calentando…
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