Así comienza este relato, que hace el número siete, del libro Una parada obligatoria
Mientras que en la tele una partida de flamencos emprende el vuelo desde
el Algarve hasta la orilla del Guadalquivir, yo trato de averiguar qué fue de
aquel amigo que un día pretendió enseñarme portugués y no consiguió ni siquiera
hacerme ir a Lisboa, donde con el paso del tiempo terminó convirtiéndose en un
eminente cirujano. Sabía que tenía su dirección en algún cajón perdido de mi
cuarto, pero cuando llegó el momento de hacer uso de ella, porque otros amigos
pasarían por allí y pretendía enviarle un obsequio que le haría mucha ilusión,
no hubo forma de encontrarla. Me sonaba, no sé de qué, Ferro Velho, pero eso
era poco menos que buscar por buscar. Mis amigos me enviaron una postal que me
daba envidia de no ser yo el que se encontraba ante las puertas del Palacio de
Belem y, me decían que tendrían que volver con mi encargo porque, con esos
datos, se lo había puesto muy difícil por no decir imposible. Añadían que planeaban
pasarse unos días en las casas transmontanas, como para ponerme los dientes aún
más largos, sabiendo lo que me gustan a mí esas estancias.
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Querido, José. Sabes que disfruté de estos relatos con calma, como debe ser la lectura, sin intromisiones, concentrada. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, María José, por dejar tu impresión sobre este libro. Feliz verano.
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