Mientras Pedro se debatía en un quirófano, entre la vida y la muerte…
—¿Y ahora qué, Juan? ¿Con qué ánimo vuelvo al pueblo? —se lamentó sollozando
el padre de Pedro.
—Con el mismo que puede volver cualquier padre responsable —le respondió Carrasco.
—Si mi hijo se muere, esto no puede quedar así.
—Claro que no, pero aún está vivo; eso es lo importante.
—Aun así, Juan, aun así.
—No estás solo, tienes una familia.
—Tú sabes que yo no podré vivir al lado de quienes se han querido llevar
por delante a mi hijo.
—¡Ha sido un accidente, hermano!
—¡Ha sido un crimen!
—Pedro todavía está vivo. No saques las cosas de su sitio; respétalo. No
sabemos nada, ni siquiera qué pasó. Llevamos aquí metidos un día entero y por
ahora lo único que nos debe preocupar es que tu hijo, ¿oyes?, ¡tu hijo!, sigue estando
presente entre nosotros, así que deja de hacer cábalas y cálmate de una vez.
—Muy buenas palabras, hermano, pero a mí no me valen. Yo no puedo volver
a mi pueblo y sentirme observado por todo el mundo, mientras el culpable de
esto anda por ahí suelto.
—Muy bien. Si quieres, cogemos la escopeta y nos vamos de casa en casa...
—No es eso, Juan, tú lo sabes. Yo no voy a matar a nadie, pero tampoco
puedo vivir con quien ha intentado quitarle la vida a mi hijo.
—¿Y quién ha sido?
—Por eso, Juan, por eso. Porque ni lo sé ni quiero saberlo, prefiero no
verle la cara a nadie. Todos nos conocemos y sabemos quiénes estaban detrás de
esas botellonas y se hacían los
gallitos y arrastraban a los jóvenes.
—Sabes demasiado, hermano.
—Lo justo como para no poder vivir tranquilo. Con mi hijo o sin él, mi
vida ha cambiado, y tú lo sabes. Me conoces bien y no ignoras lo que late en mi
cabeza. Mejor será que hoy sea la última vez que pise la tierra que me vio
nacer.
.../...
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